sabado 21 de octubre de 2006
La vida con dignidad
Félix Arbolí
C OMPRENDO que la vejez, el paso y peso de los años no es nada grato. Lo sé por experiencia. Es una continua añoranza de tiempos pasados que se sabe no volverán y se recuerdan con pesar. Lo bonito sería que la Naturaleza nos hiciera viejos, nos acercara al final de nuestros límites humanos, sin que ningún órgano de nuestra anatomía, ni ninguna de nuestras condiciones físicas y mentales disminuyera o desapareciera. (Las coloco en este orden porque es el que siguen habitualmente en su merma y desaparición). Desgraciadamente este deseo imposible no entra en los cálculos del Ser que nos creó y lanzó a la aventura de vivir. Nos consolamos engañosamente con las “piadosas” compensaciones que nos quieren hacer “tragar” los que son ajenos al problema, al hablarnos de la sabiduría y experiencia acumulada, la formación de una familia, los logros conseguidos, que han quedado obsoletos y formando parte de ese pasado nostálgico que atormenta nuestra memoria, etc, etc. Conceptos que en lugar de minimizar nuestro complejo y añoranza lo aumenta al comprobar que tanta “riqueza” acumulada, según dicen los que no viven ese problema, hace aún más difícil soportar nuestras limitaciones, la ausencia de ilusiones e inexistencia de un futuro por el que nadie se atreve a apostar a corto plazo. Me enerva cuando leo en la prensa llamar anciano a un señor que tiene alrededor o poco más de setenta años. Una edad que año tras año es ampliamente superada en las estadísticas de mortandad. Los que puede tener el escritor que gana el Nobel o el autor de un best seller; los que tienen gran número de conferenciantes mimados por universidades y entidades y altamente cotizados; los que descubren esa vacuna o remedio que alivia alguno de los males que afligen a la Humanidad; Papas, jefes de Estado, ejecutivos y financieros con enormes responsabilidades a sus espaldas y en su mente, etc, etc. Una edad en la que aún se pueden ofrecer valiosos servicios y beneficios a la colectividad. Pero, hay que reconocerlo, cada edad requiere su ambiente, su compostura y su modelo de convivencia. No se le puede exigir a un chaval de quince años que adopte la pose, manera de pensar y el comportamiento de un adulto. Sería considerado como una especie de bicho raro en su entorno y sus propios compañeros lo rechazarían como un sujeto “rancio” y “aguafiestas”. A la inversa, tampoco es normal y bien visto que un señor mayor (superados los sesenta y cinco años), se marcara la vida como una aventura alucinante y disparatada, sin el menor interés en dar ejemplo de cordura y moderación, de saber estar y hacer. Ambas maneras de enfocar la vida son erróneas, fuera de toda lógica y consideración. Dicen que las canas hay que llevarlas con dignidad. Ahora con esto de los tintes, tan usados por algunos carcamales presumidos y los peluquines y postizos, es difícil llevar dignamente lo que muchos intentan ocultar celosamente, aunque el efecto logrado en la mayoría de los casos sea peor que el remedio pretendido. Algunas cabezas mondas y lirondas, que deberían brillar bajo los focos o los rayos del sol como bolas de billar, parecen mapas del tiempo, con dibujos, colores y mechas, como líneas isobáricas y nubes grises, blancas y negras, abarcando toda su superficie. Algunos, en un descuido del que no se han percatado, el tupé le tapa parte de la oreja y la raya recorre su meollo en una línea horizontal. Pero ellos caminan felices creyendo que han engañado al tiempo…que hace que les vio nacer. No hay situación más ridícula y payasada más denigrante que un hombre o mujer incapaz de asumir su edad. Esos arreglos faciales a base de inyectar extrañas sustancias, que los transforman en seres de hinchados rostros inexpresivos y carentes de movimientos, con dificultades de hablar y darse a entender y más aún de admirar y envidiar. La inapropiada manera de vestir, sin tener la sinceridad y valentía de asomarse al espejo y comprobar que ese vestuario y restantes complementos no están en consonancia con su edad y respetabilidad. Y ese desmadre, que se ha generalizado escandalosamente en nuestra sociedad, de buscar una pareja que le aporte juventud en sus momentos pasionales a cambio de la chequera. Tanto en ellas como en ellos. Algo vergonzoso que alimenta la burla y el cotilleo sarcástico de las tertulias en los medios de comunicación, como el chismorreo de vecindonas y marujonas en sus barrios y entornos. Conozco a un señor, compañero en los tiempos escolares de mi esposa que, casado hace muchos años y gozando del respeto y la estima de sus vecinos y amigos, le ha dado por emular a Carlos Larrañaga en su obsesión por coleccionar mujeres. Pero todas jóvenes, algunas pueden parecer nietas, con la coincidencia de que son procedentes de los países de más allá del Atlántico. Y es tan absurdo, tan irresponsable o tan memo al querer refregar sus conquistas a todo el vecindario, que las pasea y alterna con ellas en los mismos lugares donde toda la vida ha ido con su mujer. Incluso ha llegado el caso de que su “ex “, aunque no se halle separado oficialmente y su nueva “pila energética”, con la que estaba haciendo manitas ese tenorio de pacotilla, han coincidido más de una vez en el mismo local. Tras el turno de una cubanita, que trajo a su “mami” de la Habana, gracias a la ayuda generosa de Cupido, el asunto debió acabar y el regresó a calentarse con su antigua “manta sexagenaria”, donde a todos los asombrados presentes de la caradura de él y la idiotez se ella, dieron exageradas y tiernas lecciones de amorosa dedicación. Parecían auténticos tortolitos que acabaran de casarse. Lógicamente los comentarios que suscitaban iban cargados de ironías y risas disimuladas, no siendo ella la mejor librada por su demostrada falta de sensatez y orgullo personal. Nuevamente, aparece el señor “ Huevón”, así le llamaban desde joven sus amigos y convecinos, por su apariencia de lentitud en decidir y obrar, con otra nueva “palomita”, esta vez, por el habla, parece argentina. Los mismos arrumacos, idénticos escenarios para mostrar su conquista y carantoñas de viejo enamorado que, vistas desde el exterior, resultan extremadamente ridículas y vergonzantes. Todas ellas dan la impresión de trabajar en los llamados “club”, donde por cierta cantidad las empleadas pueden salir, entrar o hacer lo que le venga en ganas, siempre que el dueño del local perciba su beneficio. Por lo visto, cuando se acaba el presupuesto de nuestro amigo, la paloma vuela al palomar en busca de nuevo maromo y él queda como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando. La mujer, harta de sus promesas incumplidas y aventuras continuadas, ha hecho oídos sordos a sus requiebros y llamadas y nuestro amante compulsivo ha de permanecer inactivo y sin salir, para que no adviertan su soledad, hasta que vuelva a cobrar y encuentre una nueva “gatita” que arrulle y ocupe su canoso tejado, con más entradas que el Bernabéu. Días pasados volví a encontrármelo con una mestiza a lo brasileña. Era algo más joven aún que las anteriores. Pasó ante nuestra reunión, saludando con una amplia sonrisa de satisfacción, como queriéndonos hacer creer que las mujeres se lo rifaban. Ya son cinco o seis las que hemos podido calcularle desde que empezamos a llevarle la cuenta. Quince días de amoríos y mentirosas lisonjas y aires pasionales y otros tanto de encierro y soledad, en espera de la paga y una nueva y para él fascinante aventura. Se va a recorrer todo el continente americano, en su parte central y del sur a través de sus mujeres. ¡Pobre infeliz!. Los ejemplos de este trueque amoroso por dinero son frecuentes en nuestra sociedad actual. Vivimos en los tiempos donde los valores éticos y morales, la esencia de la virtud en nuestro común quehacer, han quedado eclipsados por el engaño, la superficialidad y el más puro hedonismo. Nadie acepta el precio que hemos de pagar a la Naturaleza y el respeto que hemos de tener a la sociedad donde vivimos. La actriz que fue ídolo de multitudes, que vivió días de inmensa gloria y alcanzó la cima de la fama, no se resigna al paso de los años y a lo efímero de sus logros. Quiere suplir con su dinero lo que no se puede alterar, ni conseguir, una vez pasado. Y compra a lo loco, sin mesura y cabales consideraciones, ni percatarse de la realidad que le muestra el espejo sobre su evidente decrepitud y natural ajamiento, que la hacen más objeto de escarnio que de deseo. Ni detenerse a pensar que ese afán desesperado por recuperar los años que se fueron no le servirá de nada. El paso del tiempo es irrecuperable. Hay que saber envejecer con dignidad, vuelvo a decir. Con resignación y añoranza, pero sabiendo y comprendiendo que pertenecemos a una época ya pasada, que en nada puede compararse a la que viven nuestros hijos y han iniciado nuestros nietos. Las canas cuando lleguen, bien venidas sean. ¡Qué le vamos a hacer, no tenemos más remedio!. Intentar ocultarlas es como ir escondiendo el polvo y la basura bajo la alfombra para evitar que se vean. Llegará el momento en que su evidencia hará imposible mantenerlo en secreto y nuestro empeño solo habrá servido para intentar prolongar una situación que es totalmente insostenible. Dejemos que la corriente del río fluya libremente al mar y no intentemos detener su camino con presas, diques y obstáculos que no impedirán que se desborde y llegue finalmente a su destino. Dale gracias a Dios que te ha permitido llegar a una edad donde el alma se serena y el corazón no percibe sobresaltos. Otros han quedado en el camino cuando tu gozabas plenamente de todo cuanto te rodeaba.
sábado, octubre 21, 2006
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