lunes 23 de octubre de 2006
Después del «Estatut»
LA TERCERA DE ABC
... Los proyectos de Estatuto que están llegando a las Cortes Generales o que se disponen a hacerlo no son, ni serán, tan federalistas y «aconstitucionales» como el de Barcelona, pero es probable que nadie o casi nadie quiera quedarse muy detrás...
EL Estado de las Autonomías, diseñado en la Constitución del 78 e implantado en toda España a lo largo de las primeras legislaturas, entre 1979 y 1983, con general conformidad de los ciudadanos, ha durado un cuarto de siglo. Los Estatutos de las diferentes Comunidades han funcionado durante estos años, de un modo bastante aceptable, incluso en las más díscolas, sin graves mimetismos ni insolidaridades y sin que la novedosa organización territorial del Estado haya puesto en riesgo la unidad de la nación. Pero ahora, con el nuevo Estatuto de Cataluña y los primeros trámites de los de otras Comunidades, las cosas empiezan a ser diferentes.
Lo primero que choca en los que se conocen, es su desmesurada extensión. Los cincuenta y siete artículos y quince disposiciones adicionales del Estatuto catalán del 79 han sido sustituidos por doscientos cuarenta y cinco preceptos en el de este año. Y los que llegan al Congreso, o se preparan a hacerlo, van por el mismo camino. Ya los filósofos políticos de la Antigüedad prevenían contra estas inflaciones. Las leyes, escribe Séneca, deben ser breves para que las guarden todos. Son mandamientos, no debates. Y casi doscientos cincuenta preceptos para una ley son demasiados. «Muchas leyes, mal gobierno», afirmaba el romano Tácito con palabras que resumían las conclusiones de la filosofía y la experiencia de la historia.
Los preámbulos de las leyes, son otra cosa. En orden a su aplicación práctica, no importan mucho y en ocasiones resultan superfluos. La constitucionalidad del «Estatut» no depende de que el término Nación se mencione en el articulado o en un prólogo, sino de la realidad política que al amparo de esa palabra introduce, justifica y desarrolla el nuevo texto catalán. Si bien como los preámbulos no son imperativos ni definitorios, quizá importe menos dejarlo en unos preliminares para los que vale lo que decía Séneca, que no hay nada más frío o más inútil que el prólogo de una ley.
Los nuevos Estatutos, empezando por el de Cataluña, se distinguen de los anteriores por elementos de mayor alcance que el volumen de su articulado o el lugar en que se lee la palabra «Nación». Los de la transición, todavía vigentes en toda España, salvo en Cataluña, traían todos ellos su causa de la Constitución: incluso los de los territorios de la disposición transitoria segunda en los que se había refrendado su organización en «región autónoma» durante la república.
La Constitución no concibe ni presenta a España como una asociación de comunidades territoriales más o menos históricas, sino como una Nación de la que forman parte esas comunidades. Es en esa España, en la que se reconoce el derecho a la autonomía de las diversas «nacionalidades» y regiones, a la vez que se asegura y se exige la solidaridad entre ellas. Así se lee en el artículo segundo de la Constitución, sin precisar a cuáles de esas Comunidades se les puede llamar nacionalidades y a cuáles regiones. Pero la gente lo sabe bastante bien y todo el mundo acepta que Cataluña se considere una «nacionalidad» y que a Extremadura, Murcia, Castilla o Andalucía se las considere «regiones».
Ahora, el reciente Estatuto de Cataluña camina en la dirección contraria, que si es seguida por otros afectará al conjunto de la nación. Porque, según su texto, no es el Estado el que «se organiza» en Comunidades subeestatales a las que el mismo Estado reconoce el derecho a la autonomía. Es la sociedad de esa Comunidad la que se declara «solidaria con el conjunto de España», pero sobre todo «incardinada en Europa». Las expresiones son ciertamente ambiguas, pero apuntan claramente a que esa «incardinación» en entes supranacionales pueda, al menos en ciertas cuestiones, ser directa. Esas palabras están en el prólogo y como he dicho no son parte imperativa de la ley, pero en el artículo tercero, uno de esos que parecen más propios de una Constitución nacional que de un Estatuto subestatal, se lee que las relaciones de esa comunidad con el Estado han de regirse por los principios de la autonomía (sin duda la de Cataluña), de la «bilateralidad», entre el gobierno nacional por un lado y la Generalitat por el otro, y de la «multilateralidad» en el Estado español y en la Unión Europea, que son su espacio político y geográfico de referencia. Todo lo cual no se compadece con la filosofía política del actual Estado de las autonomías, sino que significa algo que un estudioso sin pelos en la lengua diría que es, por lo menos, una declaración de federalidad.
Los proyectos de Estatuto que están llegando a las Cortes Generales o que se disponen a hacerlo no son, ni serán, tan federalistas y «aconstitucionales» como el de Barcelona, pero es probable que nadie o casi nadie quiera quedarse muy detrás del neoconstitucionalismo catalán. Quizá algo parecido ocurrió en los años de la transición. Pero la doctrina de una misma autonomía para todos tuvo algo que ver con la necesidad política de que participaran lealmente en el consenso constitucional los nacionalistas de las llamadas «regiones autónomas» de la república, para lo que era preciso que en toda la Nación se aceptaran las peculiaridades de cada uno de los demás territorios.
En el Estatuto de Barcelona, aprobado en la votación que más abstenciones ha tenido en la democracia española, hay otra desmesura de la que seguramente no adolecerán los proyectos de otros territorios. Son los artículos que enumeran los derechos que se reconocen a los ciudadanos, y los deberes que se les imponen: o constituyen repeticiones superfluas de preceptos y declaraciones de la Constitución o ignoran el principio de la igualdad ante la ley de todos los españoles «sin discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», consagrado en el artículo 14 del 78.
Con el nuevo Estatuto de Cataluña se ha iniciado otro periodo, -de hecho constituyente- del que no se sabe ni a qué estructuración política puede llevar al país ni el tiempo que va a tardar en tomar forma. No sólo por la singularidad de su texto y la más que dudosa constitucionalidad de parte de él y de los principios que lo inspiran, sino por hechos políticos que han seguido ya a su aprobación. Se han contagiado de él otras Comunidades Autónomas, en las que los gobiernos regionales y las mayorías que los respaldan en sus Asambleas territoriales se aprestan a llevar a las Cortes Generales nuevos proyectos estatutarios para no quedarse atrás. Y los españoles ya no serán todos iguales ante la ley, sino diferentes unos de otros según donde vivan.
La España de la Constitución no es una asociación de entes subestatales. Es una de las más viejas y consolidadas naciones de Europa, que con el «estado de las autonomías» había modernizado su organización territorial bajo la Monarquía parlamentaria, que garantiza la unidad y solidaridad de sus ciudadanos, herederos y continuadores de una historia varias veces secular.
ANTONIO FONTÁN
Ex Presidente del Senado
domingo, octubre 22, 2006
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