sábado, octubre 21, 2006

Prestigios que caducan

sabado 21 de octubre de 2006
Prestigios que caducan
Ignacio San Miguel
H AY lugares y personas que por su historia o por su condición tienen una aureola de prestigio que se mantiene a través del tiempo a pesar de diversos avatares. Se confirma el dicho: “Cría buena fama y échate a dormir.” Pero nada es eterno en este mundo. Los últimos actos de violencia en Martorell, aún considerados aisladamente, merecerían los más duros adjetivos, pero ocurre que son un eslabón más de una cadena cuyos inicios resultan lejanos. Lo suficiente como para no definirlos como incidentes aislados, sino como una situación estable. A nadie del PP se le ocurrirá pensar, por ejemplo, que puede ir a Barcelona a dar una conferencia tranquilamente sin temor al linchamiento. Imágenes de turbas vociferantes, agitando palos y lanzando piedras, ha de surgir por necesidad en su mente. La rusticidad y la brutalidad han avanzado mucho en esa región. Claro que los insensatos son una minoría. Siempre se dice lo mismo. Pero esa minoría necesita el correspondiente caldo de cultivo, y nadie duda de que lo tiene en una sociedad permisiva, complaciente e indiferente. El caso es que recibir a palos y pedradas a políticos como Acebes y Piqué nos recuerda a los aldeanos aburrados de las novelas costumbristas de Pereda. Y para una tierra tan orgullosa de su europeísmo y de su cultura resulta bastante vergonzoso. Lo cierto es que esa aureola tan prestigiosa mantenida durante muchos años lleva ya tiempo sufriendo graves deterioros. La época en que Barcelona era la ciudad más culta de España ya pasó. Ese lugar lo ocupa ahora Madrid. Es cierto que los nacionalistas hacen todo lo posible para recuperar su puesto, pero resulta un contrasentido, porque es precisamente el nacionalismo lo que los aldeaniza. Y que la imagen tradicional de Barcelona, como ciudad culta, no se haya desvanecido plenamente, dice mucho a favor de la validez del refrán citado. De Martorell, mejor no hablar. La escena de un Piqué y un Acebes, zarandeados y contusos, asomándose con temor a las ventanas del centro cívico rodeado por la turba gamberra y rugidora, resulta penosa. A uno de los acompañantes de los políticos le rompieron una costilla de una pedrada. A saber el resultado si le alcanzan en el cráneo. Un buen termómetro para medir el grado de civilización de las distintas zonas de España será el comprobar cómo reciben a un partido tan modoso y formalista como el Partido Popular, que aspira modestamente a defender la unidad de España. De momento, Martorell hace bueno el dicho de que “África comienza en los Pirineos”. Otras veces es una persona la que por el cargo que ostenta posee ascendiente sobre el pueblo, aunque su comportamiento no sea conveniente ni correcto. Es el caso del obispo de San Sebastián. Y quizás antes de hablar de él sería acertado señalar que tampoco San Sebastián es la ciudad que fue, y que todavía ostenta una aureola, o los restos de una aureola, que ya no le corresponde. Aquella ciudad elegante y elitista de antaño ya no existe. Ya no es el lugar de moda para la “crème de la crème” social, española y aún extranjera. Claro que tampoco lo es Biarritz; los tiempos han cambiado. Pero ser la ciudad española en que más asesinatos terroristas se han cometido en los últimos treinta años (ciento tres), tampoco ayuda nada. Es, y siempre será, una ciudad bella, merced a la geografía y al Ensanche Cortázar, pero estos son datos fijos e inamovibles, salvo catástrofe sísmica o nuclear, y no es ese el tema en cuestión. Es inútil tratar de ver muchos ejemplos de elegancia en el vestir de las gentes. La cazadora es lo que más abunda, exceptuado el verano. Los zapatos deportivos y el chándal son inevitables y la corbata está prácticamente proscrita. Para ver gente bien trajeada y con corbata en número apreciable es necesario trasladarse al vecino Bilbao. Pero el prestigio que corresponde a un obispo es el puramente espiritual y no se fundamenta en la elegancia en el vestir. Por el contrario, su labor será muy alabada si redunda en beneficio del mantenimiento y extensión de la fe. Pero una simple mirada a la labor del anterior obispo Setién y del actual Uriarte, nos revela que ha sido desfavorable o nula en tal sentido. Lo cierto es que han dividido a los fieles católicos en partidarios y adversarios de su obispo, causando escándalo no pocas veces. Sobre todo Setién, que no se privaba de hacer declaraciones políticas en numerosas ocasiones, siempre a favor del nacionalismo radical (y, por ende, del marxismo, siquiera de forma indirecta). Son contadas las intervenciones puramente religiosas de uno u otro que hayan tenido repercusión. Realmente, ninguna es recordable. Por el contrario, siempre han buscado la cobertura mediática adecuada para sus intervenciones políticas. Y aunque el actual obispo es algo más discreto que el anterior, ha sido llamativa su mediación para que rebajaran la pena de prisión al terrorista De Juana Chaos; una vez más, ha mostrado su permanente y fatal escora ideológica. Declaró que lo hizo por petición de la familia del terrorista. Uno de los directores de programas de la COPE (de propiedad episcopal), preguntó con sorna a la periodista que le daba la noticia si el obispo había pedido su opinión a las familias de las veinticinco personas asesinadas por el terrorista. No consta que lo haya hecho, contestó la periodista. Estas acciones y actitudes son las que desprestigian a los obispos y a su mismo ministerio. Y es que viven de rentas y obran como si tuvieran un cheque en blanco del Altísimo. Y no hay nada de eso. De vez en cuando, alguien saca a relucir que son los sucesores de los Apóstoles, sin caer en la cuenta, al parecer, de que esto les obliga muy severamente a estar a la altura de esa condición. Es lo que le ocurrió al Papa Alejandro VI (por poner un ejemplo extremo), que era sucesor de San Pedro, como lo son todos los papas, y que a lujurioso y asesino no le ganaba nadie. Él también debió de pensar que tenía un cheque en blanco. El corolario es que el cargo no hace al hombre, y que los respetos supersticiosos, sobre todo en estos tiempos de apostasía generalizada en el clero, están bien únicamente para meapilas y tontainas de sacristía. A fin de cuentas, se cosecha lo que se siembra, y si los prestigios acaban caducando no hay por qué perder el tiempo en echar la culpa a los malvados enemigos. El mayor enemigo es uno mismo.

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