jueves 26 de julio de 2007
El legado de Rato (1996/2004) Ramón Tamames
Catedrático de Estructura Económica (UAM)Catedrático Jean Monnet de la UEMiembro del Club de Roma
Ahora que ya se sabe bastante —aunque ni mucho menos todo— sobre el retorno de Rodrigo Rato a España en el otoño próximo, tras haber cumplido sólo dos quintas partes de su misión en el FMI como director gerente, me parece que será bueno, en un ambiente de fin de ciclo, dedicar un cierto espacio al recuento de cuál fue su política económica entre 1996 y 2004; cuando fue vicepresidente del Gobierno todo el tiempo en los sucesivos gobiernos de Aznar, ministro de Economía y Hacienda en 1996, y luego de Economía, del 2000 hasta el 2004.
La política seguida a partir de 1996 tuvo un claro signo de adaptación a las necesidades del mundo cambiante de la globalización. Y en cuyo contexto, la Unión Europea fue marcando las pautas de un desideratum global aún más intenso; en un área formada por un número de países en rápido crecimiento, que funcionó y continúa funcionando como un auténtico laboratorio de un no tan pequeño mundo mucho más globalizado.
En ese espacio económico-cronológico se abordó a fondo la cuestión de cómo poner fin al déficit público en España. Un problema recurrente ocasionado por unos ingresos fiscales muy inferiores al monto necesario para afrontar el gasto público. Resultando así inevitable el expediente del endeudamiento, sin visos de amortizaciones y con el consiguiente efecto bola de nieve. El desequilibrio presupuestario se hizo especialmente grave entre 1982 y 1996, cuando el déficit osciló entre el 2,9 y el 7,3 por ciento del PIB, elevándose el volumen de la deuda viva hasta llegar a un máximo histórico, en 1996, del 68,2 por ciento del PIB. Las consecuencias fueron contundentes: encarecimiento de la financiación a empresas y familias, y expulsión parcial de la inversión privada de los mercados de capitales (overcrowding).
En semejante escenario, cada vez más atirantado, uno de los retos cruciales de la política económica era cómo lograr el saneamiento de las cuentas públicas. Objetivo necesario por razones internas, y sine qua non para participar, desde su creación, en la anunciada Unión Monetaria de la UE. Con las exigencias del Tratado de Maastricht promulgado en 1993, especificadas en cinco criterios que se convirtieron en un cuadro de objetivos básicos para toda la política económica.
Lo esencial para alcanzar esas metas fue la disciplina fiscal y financiera, esto es, ir ajustando gastos a ingresos, sin más permisividades. Lo cual hizo posible que ya en el 2001 se lograra el equilibrio presupuestario. Sin ningún efecto restrictivo, por lo demás, sobre la economía. De modo que en contra de lo que desde diversos foros se había pronosticado, el reequilibrio produjo una fuerte reducción de la prima de riesgo internacional de España. Algo que contribuyó a realimentar las fuerzas conducentes a la caída de los tipos de interés; impulsando así las decisiones de inversión, con el logro de un mayor crecimiento económico y fuerte creación de empleo. Merced, en gran medida, a la oleada de inmigraciones que tuvo efectos muy notables en el crecimiento y el consumo, según comprobaremos después.
En el escenario cambiante que hemos esbozado se produjo un espectacular aumento del empleo, con la consiguiente expansión de los afiliados a la Seguridad Social. De modo que el déficit de casi 2.000 millones de euros en 1996 —un monto que llegó a suscitar toda clase de alertas de posible quiebra del sistema— evolucionó a una nueva realidad: la Seguridad Social obtuvo un superávit cercano a los 2.700 millones de euros en el 2000, dotándose por primera vez el Fondo de Reserva de Pensiones, configurado en el Pacto de Toledo de 1995. La referida contención del gasto público permitió, además, un reajuste del sistema tributario, que se tradujo en dos rebajas del IRPF, acumulándose de esa manera una reducción media de los pagos por parte de las familias del 25 por ciento; con un efecto estimulante del ahorro y el consumo privado.
La estabilidad macroeconómica a que estamos refiriéndonos era también requisito indispensable para que España pudiera emprender determinadas reformas estructurales necesarias en la senda de asegurar un crecimiento sostenido. En esa dirección, se aceleró el proceso de privatizaciones de empresas públicas, devolviéndose al sector privado actividades de producción de bienes y servicios cuyo desarrollo por el Estado ya no se justificaba. Todo eso se tradujo en la que llegó a denominarse venta de las joyas de la corona (Telefónica, Iberia, Endesa, Repsol, etc.), que permitió reducir el lastre del servicio de la deuda en el presupuesto, posibilitándose de esa manera la mayor inversión del Estado en las indispensables infraestructuras. Con la ayuda, desde luego, de los fondos estructurales de la UE, que se vieron muy ampliados para España por los acuerdos del Consejo Europeo de Berlín de 1999, de cara a las previsiones financieras del septenio 2000/2006.
Con todo ese panorama tan altamente favorable, también se tomaron medidas para la liberalización de los mercados de bienes, factores y servicios, a fin de estimular la competencia, la eficiencia productiva, y asimismo evitar abusos desde posiciones de dominio. Entre los mercados así liberalizados destacaron las industrias de red, al objeto de garantizar el acceso de terceros, en condiciones no discriminatorias, a carriers como Telefónica, Red Eléctrica, CLH, etc. Política liberalizadora que condujo a importantes descensos de precios.
Todas las mencionadas reformas estructurales hicieron posible que la economía experimentara, desde 1996, cuatro años consecutivos de fuerte crecimiento, con una media por encima del 4 por ciento, una de las tasas más elevadas de los países de la OCDE. Expansión que se tradujo en un intenso recrecimiento del empleo, alcanzándose una tasa media anual del 2,69 por ciento, frente al 1,24 de la Eurozona; con más de cuatro millones de puestos de trabajo en el periodo. Debiendo señalarse que en el 2002, España contribuyó a crear el 51 por ciento del total esfuerzo de nueva ocupación neta de la UE-15. De esa forma, la tasa de paro se redujo hasta el 11 por ciento, con un hecho fundamental: el fuerte incremento del empleo femenino (más de dos millones de mujeres se incorporaron al mercado laboral) y un aumento de más de 5 puntos de la tasa de actividad de las mujeres dentro del total, que pasó del 38 al 43 por ciento. En esa senda de expansión, el acceso de España a la moneda única en 1998 aceleró el proceso de integración económica con la CE iniciado en 1986, creándose una mayor competencia entre los intermediadotes en el área de las finanzas.
Así las cosas, cuando en el año 2001 se inició la desaceleración de la economía mundial por el desplome en EEUU —a causa de los excesos financieros acumulados, y los escándalos consiguientes—, en España pudo apreciarse cómo la confianza en la nueva fortaleza del sistema permitiría arrostrar mejor las secuelas de horas bajas del sistema económico universal. Y falta la crónica del legado de Rato, estimo que no estará de más prolongar la historia para apreciar cómo en el cuatrienio ulterior, el de José Luis Rodríguez Zapatero, la política de estabilidad y crecimiento tuvo su secuencia. Un tema que ya en el verano profundo trataremos la próxima semana en ESTRELLA DIGITAL.
jueves, julio 26, 2007
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