viernes 27 de julio de 2007
La nueva asignatura: un debate tardío y hasta inútil
DEBO comenzar confesando que, quizá por aquello de la deformación profesional, me he leído, de la primera página a la última, uno de los libros sobre «Educación para la ciudadanía» que, no sin grandes controversias, parece que se establece a nuestros escolares a partir del próximo curso y con carácter obligatorio. A pesar de mi inicial ilusión, la verdad es que me he aburrido bastante con el tema. Una larga serie de temas ñoños, eso sí, llenos de estampitas, cuadros y flechitas. Una ausencia total a lo que es la España de nuestros días, tan necesitada de sólido reforzamiento. Algo bastante diferente a lo que por el mundo se entiende como «cultura cívica» (enseñando con ejemplos vivos, sacados de la realidad cotidiana, lo que se debe hacer y lo que no se debe). Y, como remate, algo más de quince páginas dedicadas a la democracia y a nuestra Constitución en un libro de 175. Para este viaje, sobraban las alforjas.
Por supuesto, no voy a entrar en la polémica política que la asignatura ha originado. Da igual. Para unos, puro «catecismo socialista» que se olvida de algunos artículos constitucionales y de toda dimensión sobrenatural o religiosa. Pero si la iniciativa hubiera surgido de «los otros», no me cabe la menor duda de que el calificativo hubiera sido el de «catecismo fascista» o algo similar. Por desgracia, la absurda incomprensión ante todo y por todo de los actuales partidos políticos está llevando a nuestra actual democracia a la penosa situación de desinterés ciudadano y total desencanto. Allá ellos con su gran responsabilidad histórica.
Lo que aquí me interesa es dejar algunas cosas medianamente claras. En primer lugar, el recordatorio de que todo régimen político, sea cual fuere su naturaleza, estructura e ideología, tiene la absoluta necesidad de divulgar y educar en los valores en que se asienta. Es un requisito básico para perdurar y sobrevivir a pesar del paso de generaciones. Dicho de otra forma, ningún régimen político puede estar largamente montado en el único recurso del uso de la fuerza. Durará lo que dicho empleo permita y lo que la vida de quienes la usan también dure. Creo que nos sobran los ejemplos en nuestro querido país. La pervivencia de un régimen está estrechamente unida al hecho de que los propios ciudadanos hayan asumido sus valores y los tengan como suyos. Por eso en EE.UU. nadie defiende el establecimiento de una Monarquía socializante y en la Gran Bretaña es la Monarquía la que resulta intocable, a pesar de todos los pesares.
Esto no es nada nuevo. Ya Platón recomendaba «lo que quieras para la ciudad, ponlo en la escuela». Y el mismo Aristóteles, con bastante asepsia, escribía así en su «Política»: «Pero entre todas las medidas mencionadas para asegurar la permanencia de los regímenes políticos es de la máxima importancia la educación de acuerdo con el régimen. Porque de nada sirven las leyes más útiles, aun ratificadas unánimemente por todo el cuerpo civil, si los ciudadanos no son entrenados y educados en el régimen, democráticamente si la legislación es democrática, y oligárquicamente si es oligárquica». Y consejos similares podríamos encontrar tanto en el mundo del pensamiento científico-político (Bodino o Montesquieu, por ejemplo) como en la práctica política: el pensamiento Mao en la China de hace algún tiempo.
Esta indudable tarea de un régimen para permanecer, llamada técnicamente «socialización política», tiene un largo trayecto y una amplia variedad de agencias o instancia en las que se lleva a cabo. Se suele decir que es tarea que acompaña al hombre «de la cuna a la tumba». Y se realiza en la familia, la escuela, el grupo de juego, la prensa que se lee, el club al que se pertenece, el trabajo que se realiza, la religión que profesa y, por supuesto, el partido político en que se milita. Así, entre supuestos paréntesis, nuestros actuales partidos no han llevado nunca a cabo esta misión: para ellos, las listas, las zancadillas y el cariño al sillón.
Lo que cabe preguntarse es cuál o cuáles de estas agencias resultan más eficaces en cada momento histórico para llevar a cabo esta tarea. Tradicionalmente, la respuesta ha sido la familia, la escuela y la Iglesia. Pero ya el sagaz Althusser puso hace tiempo en solfa la primacía de estas instancias. Y mucho más recientemente, el gran maestro Sartori ha destacado con énfasis la primacía del llamado «videopoder», es decir, el enorme peso de la televisión.
Y bien. No se olvide que estamos hablando de «régimen» (no de un gobierno) y de valores. Y esto, justamente esto, es lo que se olvida «la nueva asignatura». Por un lado, la educación en lo que significa una democracia se debió acometer hace no pocos años. Sobre todo, para cambiar la mentalidad heredada. Así lo desarrollé en una revista de prestigio nada menos que en 1980, sin el menor eco político, naturalmente. ¡Es lo habitual! Y se debió hacer como un tema de Estado, no de partido. La afirmación sirve para hoy si se quieren evitar calificativos. Una labor de todos y en todos los lugares. Entre otras razones porque nadie nace demócrata, sino que se hace demócrata. Y a lo peor el resultado es padecer una democracia sin demócratas.
En segundo lugar, no creo andar muy equivocado si afirmo que, para nuestros jóvenes, las dos principales agencias de socialización (y digo únicamente «principales», no exclusivas) son el grupo con el que conviven (eso que espantosamente llaman «cuadrilla») y la televisión. De qué valen los consejos de bien hablar si en dichos grupos aprenden lo «el co», «el guay» y el utilizar como insultos lo que son enfermedades («subnormal», «oligo») y clarísimas blasfemias defecándose verbalmente en lo que otros creen. Y de qué sirven las llamadas dibujaditas a ser buenos y pacíficos si encienden la televisión y únicamente ven puñetazos y tiros. La actual televisión que soportamos tirará por los suelos cualquier intento de una mejor ciudadanía. Y, hasta ahora, nadie se ha atrevido a su reforma.
Y por último, los valores. La democracia tiene los suyos, en los que aquí no puedo extenderme. Pero la gran labor educativa tiene que consistir muy prioritariamente en atacar y borrar los dos que hoy predominan fruto de la globalización imperante: el hedonismo (que suele acabar en erotismo) y el consumismo. Es decir, el olvido del esfuerzo personal para conseguir algo en la vida y, a la vez, ser útiles a los demás, y, en estrecha unión el compre-consuma y vuelva a comprar. ¡Vuelva a comprar algo que ya se tiene planificado para dentro de poco! Cualquier anuncio en televisión comenzará con algún desnudo o escena de cama para terminar... recomendando una nueva marca de coche. Si las cosas siguen así, si no se enseña el valor de la lectura, el deleite de la poesía, el aprecio a la música clásica o el saber quiénes han sido Vivaldi o Falla, la nueva asignatura se aprenderá como yo, en su día, tuve que aprender la raíz cúbica o la cotangente. Y les aseguro que nunca he visto a ninguna de las dos. Por eso el actual debate me parece que llega demasiado tarde y que, de entrada, resulta un tanto inútil.
MANUEL RAMÍREZ
Catedrático de Derecho Político
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