jueves, julio 26, 2007

Ignacio Camacho, Apagon olimpico

viernes 27 de julio de 2007
Apagón olímpico

IGNACIO CAMACHO
QUINCE años exactos después de la inauguración de los Juegos Olímpicos, el apagón de Barcelona ha certificado con gran fuerza simbólica el agotamiento del rutilante esplendor del 92... y el fracaso de una creciente autonomía que, cada vez con más competencias y recursos, permanece a oscuras incapaz de gestionar el desarrollo de Cataluña más allá de un discurso reivindicativo que viene a demostrar su propia impotencia.
El victimismo nacionalista culpa al Estado de sus males sin pararse a mirar su propia responsabilidad en el abotargamiento de una metrópoli que hace tres lustros era un modelo de pujanza y ahora anda sumida en una crisis patente de personalidad, progreso y liderazgo. En este tiempo, la autonomía catalana no ha dejado de crecer en poder y autogobierno, hasta dotarse de un Estatuto cuyo carácter soberanista lo vuelve probablemente inconstitucional, pero sigue sin disponer de soluciones para los problemas ciudadanos y en cada crisis se vuelve hacia la Administración central con un tic reactivo que es su única respuesta para tratar de exonerarse a sí misma. Es posible que el balance de inversión estatal resulte insuficiente para las necesidades derivadas del crecimiento catalán, pero si el estatus cuasi confederal alcanzado por las instituciones autonómicas no basta para encontrar algún remedio a los desafíos cotidianos, habría que preguntarse para qué ha servido la centrifugación de un Estado que en Cataluña apenas tiene ya, según el anterior presidente de la Generalitat, una presencia meramente «residual».
Se trate del desastre del Carmel, del colapso del aeropuerto del Prat, de la plaga de robos domiciliarios o de este ignominioso «black out» sobre los restos del sueño olímpico, las instituciones catalanas no disponen de otro recurso político que la exigencia llorosa a ese Estado cuya estructura se han aplicado a desmantelar en su territorio. Mientras, por ejemplo, el AVE se acerca -con retraso indiscutible- a las puertas de una Barcelona incapaz de acordar el modelo urbano con que ha de acogerlo. Pero el nacionalismo que impregna a toda la clase política, incluido un socialismo progresivamente asimilado, sólo encuentra consuelo en la perpetua reclamación, entre reivindicativa y lacrimógena, de mayores techos competenciales que probadamente no sabe gestionar en beneficio de unos ciudadanos que no parecen -al menos en sus respuestas electorales- tan concienciados de la demanda soberanista.
Sensu contrario de este discurso victimista, habría que concluir que si el autogobierno catalán no halla el modo de demostrar mayor eficacia y camufla su debilidad en la delegación de responsabilidades, el régimen autonómico está naufragando en su endogamia, aplicado a la construcción ficticia de una nacionalidad que, en el fondo, constituye su prioridad política más allá de la necesidad de un buen gobierno. El apagón de Barcelona es la metáfora de un fracaso colectivo enzarzado en la mutua atribución de culpas mientras la gente se alumbra como puede para sobrevivir en medio del caos. El único punto objetivo de acuerdo es que Cataluña se ha estancado, pero visto su nivel de autogestión, algo tendrá que ver en ello la obsesiva cerrazón de un particularismo ensimismado.

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