domingo, julio 29, 2007

Garcia Brera, El Jueves

lunes 30 de julio de 2007
El Jueves
Miguel Ángel García Brera
C ONFIESO no haber leído nunca El Jueves, ni soy de los que, según se dice, han engrosado la lista de sus lectores a causa de la grosería que un par de “humoristas” han perpetrado contra una pareja española, que, a más a más, como diría un catalán, son príncipes de Asturias. No es que la grosería no sea precisamente la tónica de muchas publicaciones y, no digamos nada, de la televisión, pero ese mal de todos no puede ser consuelo salvo para los tontos, ni deja de ser más grave entrometerse en la intimidad de un personaje real que hacerlo simplemente con el vecino. Claro que, precisamente, en esa borrachera de igualdad que permanentemente viven, cayendo en la injusticia, los fanáticos de una izquierda ya trasnochada y ridícula para nuestro tiempo, da igual entrar a saco en casa de un menestral que en palacio; pero lo cierto es que, sin que deba bajarse la guardia en el respeto al más humilde de los ciudadanos, una buena enseñanza para la convivencia ha de acoger la idea de Jerarquía y, en ese trance, entender que ser grosero con quienes institucionalmente representan al Estado o al Gobierno, escandaliza más y hace más daño al contribuir a una indeseable desconfianza y ruptura entre el pueblo y sus gobernantes. En la cuestión de El Jueves, y al margen de que los jueces vayan a encontrar argumentos de tipicidad penal en el suceso, hay, sin lugar a dudas, un exceso de mala educación que no es admisible ejercitar frente a ciudadano alguno, y no es lo más grave la caricatura agresiva, por serlo toda intromisión en nuestros actos de alcoba, sino el texto que pone en solfa el papel de un príncipe heredero cuya dedicación al servicio de los intereses españoles es bien constante, aunque no siempre bien entendida para quienes se confunden pensando que trabajar es sólo subir a un andamio o estar encerrado en una oficina varias horas. Pero hay profesiones, y en el caso de los reyes o herederos ocurre igual, que, aparentemente, son una diversión, pero no lo son ni mucho menos para el que las ejerce. El sufrimiento de un Nadal, en sus excepcionales esfuerzos por ganar los partidos que juega, tiene poco que ver con el diletantismo de un mocito con fortuna que se da el gusto de bajar a la cancha de su club para practicar, no más tiempo del que le apetezca, su deporte favorito. Recuerdo que, en la época en que mi hermano navegaba, yo, tan amante de los viajes, le manifestaba mi sana envidia y él solía replicarme que para un marino mercante el viaje es llegar, fondear lejos del puerto para no pagar estadías, y disponer de muy poco tiempo para desembarcar en una chalupa, y apenas estar en tierra unas horas. Ha sido al jubilarse cuando ha empezado a conocer un mundo que antes había recorrido sin poder disfrutarlo. Pienso que a los mandatarios internacionales y a los herederos que, como nuestro príncipe, representan al Estado en muchas ceremonias y países diversos, no será lo que más les encanta pasar de pie una hora, dando manos, o aguantar un pesado banquete – por ricas que sean las viandas – y dos o más, no menos pesados, discursos; a veces con necesidad de interprete. Seguramente quien hace unos garabatos – más o menos artísticos, según sea el autor o el gusto de cada cual - y les pone un texto desconsiderado, estaría más en su sitio ocupando con su pareja los puestos de su viñeta, porque ganarse la vida dibujando elementales groserías no parece exigir mucho esfuerzo. Probablemente el esfuerzo de hacer cuatro rasgos y pensar un texto hiriente para el prójimo esté íntimamente ligado a la satisfacción de los sentimientos de envidia y resentimiento tan habituales en el ser humano, y el ocio y el negocio se ayunten perfectamente en tal actividad. Pero, aunque la portada de referencia no me haya hecho gracia alguna – y eso que soy de vocación republicana – si me he partido de risa con la Sra. de la Vega que, puesta a terciar en el debate, no se le ha ocurrido decir otra cosa que “la libertad de expresión no puede tener límites”. Me gustaría comprobarlo, si escribiera lo que de ella pienso, al hilo de su sentencia; pero, ni mi educación ni mi respeto a la Jerarquía que, -aunque sea temporal, mientras dure el mandato popular, debe ser un valor irrenunciable– me permiten decir sino que me ha dejado bastante confuso. ¿Cómo es eso de que la libertad de expresión no puede tener límites? ¿Podrá, entonces, todo ciudadano expresarse contra otro u otros y hacerles objeto de mofa, insulto, agresión verbal o calumnia? ¿No es cierto para de la Vega que la libertad de uno – de expresión, o de lo que sea – termina donde empieza la del prójimo? El caso es que esta vicepresidenta dice unas cosas que resultan aún más llamativas que su pasión por cambiarse de ropa continuamente. El otro día leí que había dicho: “La España en la que quiero vivir es una en la que no se pone en duda la palabra del Gobierno democrático” Hombre, si yo fuera parte de un Gobierno, también querría eso, pero entonces, ¿Dónde dejamos la libertad de expresión que me permita a mi y a cualquiera dudar de la palabra del Gobierno, de la de la Vega y hasta de la expresada por la Ministra de Fomento que, a cuenta del fuel que sigue aflorando al mar de Ibiza, habla de pequeño reguero como Sancho Rof hablaba de bichito, cuando la colza, en tiempos preconstitucionales?. Y volviendo al principio, debo decir que, si El Jueves sacara a relucir, en texto o caricatura, una acción inconveniente o un aspecto negativo del comportamiento de cualquier miembro de la Casa Real, nada habría objetable por mi parte. Una cosa es descubrir y publicar comportamientos, con influencia o repercusión pública, los protagonice quien los protagonice, y otra muy diferente hacer aparecer a dos ciudadanos en situación parecida a los indeseables protagonistas de algunos programas basura donde las “victimas” se forran económicamente

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