lunes 30 de julio de 2007
Panorama desde un banco
Félix Arbolí
H OY he salido a pasear, aprovechando ese sol luminoso que acariciaba sin mortificar, dominando un cielo azul inmaculado, y me he fijado en la expresión serena y descansada de las gentes que he encontrado en mi animado caminar sin meta decidida, que es como me gusta callejear. Por aquí me meto y aquí me paro. Me he dado cuenta que el buen tiempo hace más guapa a la gente, como dirían los asturianos. Hasta la que ayer me parecía fea y ridícula, la encuentro hoy con una expresión de serenidad y hasta cierto encanto. El éxodo del veraneo madrileño hace que el ambiente recobre cierto aspecto de ciudad abandonada, como esa estampa que nos ofrece el cine o la televisión del Madrid de pasadas décadas. Sería maravillosa una ciudad en estas condiciones. Resulta extraño advertir la calle ausente de humos y ruidos, a causa de la escasa circulación por las calzadas. Hasta los autobuses públicos parecen contagiarse de este exilio urbano y funcionan como en las huelgas, en servicios mínimos. Las colas que se forman en sus paradas congregan a un público que protesta ante la carencia de medios de transportes. “Viaje usted en autobús” es el eslogan oficial, pero habría que contestarles, “aumenten ustedes las unidades disponibles”. Estas largas esperas les hacen circular excesivamente cargados y que no se detengan en algunas paradas para recoger a nuevos pasajeros. El panorama que se me presenta, aún siendo mi barrio residencial, me parece distinto. Esta mañana del menguante mes de julio ha amanecido hermosa. Me ofrece buenas vibraciones. Siento mi soledad y gozo con ella. Hasta fantaseo con el hecho de que fuera una especie de fantasma o sombra, que pudiera descubrir y describir los mundos que se ocultan en todas esas personas que hallo en mi camino. Intento averiguar en sus rostros, forma de vestir y hasta manera de andar, sus problemas o circunstancias. Pero son seres que pasan por mi lado, sin dejar huellas ni constancia en el registro de mi mente. Algunos, posiblemente, si llegáramos a contactar de algún modo, podrían convertirse en algo importante en nuestra vida, bueno o malo. Sin embargo, no hemos tenido la oportunidad ni el empeño de intentarlo. ¿ En cuantas ocasiones podríamos conseguir mejorar nuestro presente o preparar nuestro futuro, hallar ese amor que intentamos alcanzar y hasta la posible solución de muchos de nuestros problemas, si llegáramos a conocer a algunas de esas anónimas personas con las que nos cruzamos diariamente?. Se me apetece gozar de esta tranquilidad que se vive en el entorno y que a veces necesitamos para poner en orden nuestras ideas. Dedicar los instantes de ese tiempo que no deseamos compartir con nadie, a la intimidad de nuestros recuerdos y ensoñaciones. La ocasión me la brinda un banco solitario, tatuado con siglas que recuerdan amores que posiblemente ya no existen. Me acaricia una brisa suave y placentera, bajo la sombra que proporciona uno de los árboles salvados de la implacable fiebre demoledora de Gallardón. En épocas normales, cuando la calle está saturada por abigarradas multitudes de diferentes etnias y procedencias, son escasos los bancos libres. En el siguiente al mío, desde hace más de un año, tiene instalado su negocio un viejo impedido sobre silla con ruedas, que utiliza el largo asiento en su totalidad para exponer su variopinta mercancía, a un euro la pieza. Lo mismo el paquete de pilas, que el de horquillas, pendientes y hasta el pañuelo de cabeza de procedencia y material indefinidos. Algo más arriba, aprovechando la esquina que sirve de entrada y salida a varias calles, unos gitanos instalan sus jaulas de plásticos con frutas, que pregonan y venden a precios de gangas. A veces, como si de un acuerdo entre ambos se tratara, llega un vehículo de la policía municipal le recogen el género y rellenan lo que parece un expediente sancionador. Nada más marcharse los agentes, los gitanos se acercan a su enorme “frugoneta”, que se halla algo apartada del negocio, sacan nuevos géneros y vuelven a sus pregones y ventas, porque saben que ya no volverán en todo el día. A partir de esta requisa oficial aumentan su muestrario. Saben que no tendrán más contratiempos. Es una especie de tributo que son conscientes han de pagar y ya cuentan con ello de antemano. En el cercano supermercado, que ya ha cambiado tres veces de propiedad y se anuncia la cuarta, una mujer rumana fuerte y en plena madurez, pide limosna con su cartel correspondiente en español. Ya la conocen las señoras del barrio y cuando salen de sus compras la van surtiendo de alimentos y metálico. Incluso se paran a conversar con ella afablemente interesándose por sus problemas, para lo que no le hace falta traducción. Tiene un buen lote de provisiones en su rincón. Mi mujer es una de las que siempre le ayudan. Desde mi observatorio veo que un hombretón, fuerte y recio y un chaval de unos veinte años, .nada mal vestidos, con pinta de extranjeros, charlotean animadamente sentados en otro banco cercano al centro comercial. Todo normal, aparentemente normal, diría mejor. Hasta que me doy cuenta que el chaval se acerca a la rumana y ella le da dinero. A continuación se dirige al estanco y aparece con un paquete de Winston que entrega a su compañero de banco, con todas las apariencias de ser el padre. Este lo abre, extrae un cigarrillo y se lo fuma tranquilamente. Luego es el hombre quien se acerca a ella y recibe nuevas provisiones monetarias. Ambos, se van a una cafetería del entorno y compruebo que mientras el padre bebe una cerveza y el chaval un refresco, se “endosan” un buen bocadillo. Me quedo perplejo ante el “arte de torear” que tienen las gentes, sin necesidad de leer el libro de mi paisano Francisco Montez “Paquiro”. Y mientras, viejas, maduras y jóvenes dejándoles los cuartos que, a muchas les harían más falta, intentando ayudar a una familia de vagos que tienen engañado a todo el barrio, incluidos los del local, que le permiten ocupar ese sitio tan estratégico y a veces hasta le sacan paquetes y latas para atender a sus pregonadas y duras necesidades. Nada que ver con los rumanos de la compañera Blanca, ni con los muchos que viven de su trabajo y honradamente. Hasta mi banco llega una chica que se sienta lanzando un sonoro suspiro de alivio. Me extraña su exclamación y la miro. Es una joven de color, aunque no negra, de pelos rizados, una cara preciosa, y un cuerpo de esos que paran la circulación con más eficacia que puede hacerlo un semáforo. Ni en el cine he visto a una cara tan bonita ni un cuerpo tan bien formado. Al ver mi mirada de sorpresa por ese ¡ay! salido de su alma, me pide excusas. Por su acento noto que es caribeña. Se lo hago constar y me dice que sí, dominicana. ¡Madre de mi vida qué mestizaje tan perfecto hemos dejado por esos mundos!. No dura mucho nuestra charla, ya que al instante llega un chaval, menos mestizo y latino en su apariencia, se besan y se marchan apasionadamente enlazados, felizmente enamorados. . Me quedo nuevamente solo y busco a la rumana y su familia. Ya no están. Han debido marcharse. Es la hora de hacer la comida y entra ya poco público en el local. Posiblemente hayan emigrado a otro lugar donde desarrollar la misma operación y al final de la tarde, cuando regresen a su caravana o lugar de asentamiento, tendrán comida suficiente para que pueda vivir cualquier familia una semana y el dinero necesario para comprar los paquetes de cigarrillos rubios del vago marido y los caprichos del no menos holgazán mozo, que intentan no figurar junto a la madre, para evitar “dar el cante”. No me extraña que el chico vista con las mejores marcas de vaqueros y deportivas. Hacen como si no se conocieran. Ha dado la casualidad de que este día he permanecido largas horas sentado, sin otra misión que contemplar cuanto me rodeaba. El tiempo suficiente para ser testigo de su fraude. La mendicidad bien explotada y desarrollada, por lo que he podido observar, es un negocio rentable. Llevaba el diario recién comprado, pero no he querido leerlo para no romper tan curioso y divertido panorama desde el banco. Arthur Millar nos habló del Nueva York portuario de los cincuenta, desde el puente, yo lo hago desde un simple banco de General Ricardos, a un kilómetro del puente que cruza nuestro seco y demolido Manzanares. A mi frente hay un pequeño parque infantil, si puede llamarse de esta forma a una zona con arena, un columpio, un modesto tobogán y esos asientos unidos mediante una alargada tabla, cuyos extremos suben o bajan, dependiendo del peso que sostengan. Correteando alegremente un pequeño diablejo, de etnia china. Prueba todos los incentivos que le ofrecen, que no son muchos, esa es la verdad, y al final se dirige a toda carrera hacia el columpio. En todo momento se encuentra celosamente observado por su madre, una joven mujer de rasgos occidentales. Es una de tantas madres que se han ido a buscar esos hijos que la naturaleza les niega, en el interior de esas célebres murallas milenarias. No hay muñecos humanos más graciosos y simpáticos que los chinitos y negritos. Mi diminuto protagonista se balancea entre gritos de felicidad, arriba y abajo, impulsado por su madre adoptiva, ya conocida del barrio. La escena es agradable de contemplar. Me he acordado de mis años niño cuando aún creía en la realidad de las leyendas y en la bondad del ser humano y he sentido pena al ver que ese mundo maravilloso que ahora vive ese crío que gozoso juguetea, lo hemos vivido todos y no hemos sabido comprenderlo y valorarlo en su momento, ya que la inocencia es una especie de hermosa alucinación que pasa rápidamente sin advertirnos a tiempo de los misterios y vericuetos a los que hemos de enfrentarnos. Cuando deseamos saborearla y sentirla, es tarde. Ya solo es un recuerdo que nos llena de nostalgia. La hemos perdido y es totalmente irrecuperable. ¿Por qué las cosas hermosas son tan fugaces y las que nos hacen sufrir se hacen interminables?. Me sumerjo en el pasado y adormezco la realidad que me rodea. Sin darme cuenta he pasado toda una mañana entre anécdotas, curiosidades, timos, amores y quimeras desde un modesto banco callejero. A veces, en lo sencillo e inesperado, en lo cotidiano, está el encanto de esos momentos que nos hacen capaces de ilusionarnos y hasta gozar lo que en tantas ocasiones no hemos sabido advertir. Cuando regreso a casa me doy cuenta que no he perdido la mañana, aunque haya sido un simple espectador de lo que ocurre a diario.
domingo, julio 29, 2007
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