miércoles, enero 24, 2007

Vila Reyes, el franquista mas discreto se llevo su secreto a la tumba

HISTORIAS DE LA TRANSICIÓN

Vilá Reyes: el franquista más discreto se llevó su secreto a la tumba
Pascual Tamburri

24 de enero de 2007. Si a un español menor de cuarenta años se le pregunta hoy por el ingeniero Juan Vilá Reyes es seguro que no ha oído ni siquiera su nombre. Sin embargo este empresario catalán, que murió en Barcelona el pasado jueves 18 de enero, fue uno de los detonantes del inicio de la Transición. Sin sus controvertidos negocios que le llevaron a la cárcel por el mayor escándalo de corrupción del franquismo y sin las consecuencias políticas de la crisis de Gobierno de 1969 -de la que fue protagonista involuntario- la Transición habría sido diferente, y nuestra democracia probablemente también.Juan Vilá fue un ingeniero industrial brillante, uno de esos catalanes que, con o sin seny, sirvieron como vanguardia empresarial de España junto a algunas sagas bilbaínas. Formado en España y en Francia, Vilá consiguió para su empresa familiar una patente absolutamente innovadora de telares sin lanzadera. Gracias a su grupo de empresas, de las que Matesa (Maquinaria Textil del Norte de España) fue la principal, España se colocó en ese sector en una discreta posición tecnológica, con capacidad, incluso, de exportar productos industriales.Situémonos en la España de los años 1950 y 1960. Nuestra balanza de pagos prácticamente se había basado en las exportaciones de productos agrícolas y de materias primas; tímidamente las remesas de los emigrantes y las divisas de los turistas hicieron posible la modernización del país dentro de una economía capitalista. Pero la intervención pública en la vida económica llegaba a todas partes, y Matesa, para bien o para mal, fue una criatura industrial de aquella situación. Matesa instaló su domicilio legal y su fábrica en Pamplona, y no por casualidad: Navarra disfrutaba de una casi total autonomía tributaria, y Juan Vilá fue socio de Félix Huarte, que construyó a la vez su propio grupo de empresas, desde la nada, y protagonizó al frente de la Diputación navarra la modernización de la provincia. En la España de Franco no había casualidades, sino relaciones, y Juan Vilá tenía las mejores.A finales de la década de 1960 Juan Vilá Reyes era considerado el hombre del futuro. Miles de españoles trabajaban para él; aparecía en los medios de comunicación como ejemplo del porvenir que el régimen desarrollista quería para el país, crecimiento económico con muy limitada libertad; sus acciones de beneficencia llegaban a todos, y especialmente en Pamplona. Su doble condición de gran empresario y de persona cercana al Opus Dei -precisamente en la ciudad que en aquellos años acogía la Universidad de Navarra, fundada por voluntad de San Josemaría Escrivá de Balaguer a través de Ismael Sánchez Bella- hacía saber o sospechar el destino de otra parte de sus obras de caridad.De todos modos en 1969 ser afín a la Obra no era ningún escándalo; por aquellas fechas media docena de ministros de Franco, aunque nunca se supo exactamente cuáles, cuántos ni cómo, eran hijos espirituales de Escrivá. Nunca secretos, pero siempre discretos, los hombres públicos del desarrollismo fueron en gran parte lectores de Camino. Por eso la crisis empresarial de Vilá degeneró en una inesperada crisis política.En 1969 la Dirección General de Aduanas denunció a Matesa y a Juan Vilá Reyes por una estafa al Estado: el Banco de Crédito Industrial –público- había concedido a la empresa del catalán créditos por 9.978 millones de pesetas -de las de entonces-, para fomentar unas exportaciones que nunca tuvieron lugar salvo sobre el papel. Juan Vilá ingresó en la Cárcel Modelo de Barcelona, de donde fue trasladado después a Madrid. Pero la verdadera batalla tuvo lugar en el Consejo de Ministros.El Gobierno, formalmente presidido por Francisco Franco pero realmente vicepresidido por el almirante Luis Carrero Blanco, acababa de dar por cerrada la institucionalización del régimen: en 1967 la Ley Orgánica del Estado (LOE) definía un muy peculiar Estado de Derecho, en el cual, a la muerte de Franco, habría ciertas libertades civiles, sociales y económicas, pero no una verdadera libertad política. Un avance respecto al totalitarismo que el régimen había descartado realmente desde el principio, pero un freno a la modernidad y europeísmo que algunos sectores del mismo franquismo querían. El arquitecto de la LOE, Laureano López Rodó, miembro numerario del Opus Dei, era el verdadero hombre fuerte del momento, y estaba siendo protagonista de la proclamación de Don Juan Carlos como Príncipe de España y sucesor de Franco, el 22 de julio de 1969, ante las Cortes.Durante ese mismo mes de julio, Vilá ingresó en la cárcel. Los desarrollistas, en la cúspide de su poder dentro del régimen, recibían un mazazo moral y mediático -hecho posible por la relativa libertad de prensa lograda por Manuel Fraga con su Ley de 1966- al ser detenido por un delito económico uno de los suyos. Tanto los medios de comunicación hostiles al Opus Dei –el periódico Pueblo en primera fila- como los ministros ajenos al grupo desarrollista -Manuel Fraga a su cabeza- exigieron responsabilidades políticas, ya que parecía evidente que una cantidad tan grande de dinero público no se podía haber movido sin complicidades en las esferas más altas.Fraga planteó una batalla insólita en el franquismo, aprovechando el caso Matesa para criticar todo el grupo de poder coaligado en torno a López Rodó; se trataba de hacer justicia pero, a la vez, de evitar el bloqueo autoritario que los amigos y hermanos de Juan Vilá habían querido hacer definitivo. Y por primera vez la opinión pública tomo partido, mayoritariamente con Fraga por cierto.Pero España era una dictadura, y el dictador tenía la última palabra. Franco, ante la evidencia de la división en su propio Gobierno, destituyó a los protagonistas de la discordia pero impidió que la investigación sobre Matesa se llevase hasta sus últimas consecuencias. Manuel Fraga fue sustituido en el Ministerio precisamente por Alfredo Sánchez Bella y destinado a la Embajada en Londres, desde donde planeó algo muy parecido a la ya inminente Transición; aumentó, en vez de disminuir, el número de ministros afines al Opus Dei, en un régimen que se anquilosaba; y sólo Juan Vilá pagó en prisión por un delito que no pudo ser sólo suyo.Los Tribunales aplicaron las leyes y condenaron a Vilá a 1000 años de cárcel en 1971 y, pese a los indultos que le beneficiaron en noviembre de 1975, el 7 de mayo de ese año el empresario había sido definitivamente condenado a 223 años de prisión y a una multa de casi 9.500 millones de pesetas. Fue declarado insolvente y embargado, pero en ninguno de sus juicios ni en ningún momento de su encarcelamiento quiso contar lo que sabía. Vilá nunca dijo quién conocía y apoyaba desde las alturas del franquismo sus peligrosas maniobras, y nunca explicó dónde fueron a parar los miles de millones defraudados. Fraga, a veces con virulencia, tenía para ambas cosas una explicación que muchos españoles compartían. Pero no era un régimen de libertades, y Vilá ha muerto llevándose con él su secreto.Sin el escándalo Matesa la Transición habría sido diferente; y si Vilá no hubiese sido leal a las diversas redes de amistad y solidaridad que habían hecho posible su ascenso empresarial, si hubiese hablado, el franquismo habría terminado de muy diferente manera. Sin embargo, nadie puede ignorar la fidelidad de este hombre hoy casi olvidado, ni la de los jueces que, pese a todo, lo condenaron.

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