jueves, enero 25, 2007

Felix Arbolí, Las prostitutas honradas de Amsterdam

jueves 25 de enero de 2007
Las prostitutas honradas en Amsterdam.
Félix Arbolí

M I compañero Wifredo Espina, al que por cierto no tengo el placer de conocer personalmente, sino a través de sus magníficos y originalísimos artículos, nos ilustra en pasada “Contraportada” con uno muy bueno y sorprendente sobre la idea de erigir un monumento a las prostitutas en Holanda. Me figuro que más de una beatona de rosario en ristre, jaculatorias incesantes y asustados santiguados, se habrá escandalizado con la noticia y habrá hecho mortificante sacrificio sobre sus caprichos y sus carnes, para paliar y contrarrestar tan disparatada y satánica idea. Aparte, del consabido meapilas, que aún abunda en estos tiempos, que habrá hecho ostentosas críticas ante su mujer por tan tremenda impudicia, lamentándose de la degradación a la que hemos llegado por el laicismo y ateísmo imperante en nuestros días. Todo lo contrario de lo que siente en su intimidad al recodar con nostalgia, si ya por la edad no puede protagonizar, las deliciosas tardes pasadas con la “periquita” de turno, mientras oficialmente se hallaba en una importante comida y reunión de negocios. Eso sí, tras ocultar celosamente su alianza y guardar en su bolsillo la cadena con la medalla escapulario, para no estar en pleno pecado con las imágenes sagradas pendiente de su cuello, refregándolas por el cuerpo lujurioso de la dama en cuestión. Somos así de cínicos e hipócritas y me incluyo entre ellos. ¡Mea culpa…!. Hablar de las prostitutas es tanto como hablar de las numerosas cosas, costumbres, vicios y virtudes que nos acompañan en nuestro cotidiano vivir con mayor o menor frecuencia y con más o menos intensidad. El que diga que jamás ha usado los servicios de cama y placer de una operaria del sexo, miente como un bellaco. O puede ser también, que derrame aceite por todos los poros desde el mismo momento de su feliz nacimiento. En lenguaje coloquial actual, que sea gay. E incluso que sea tan tímido en tomar decisiones y más corto que el chaleco de un jorobado en lanzarse a la conquista del paraíso prohibido. Pero de los varones normales que me estén leyendo que tire la primera piedra quien no haya usado a la profesional del amor en algún momento de su vida. Y que diga con sinceridad si no quedó satisfecho con su escapada a estos prohibidos y excitantes laberintos sensuales. En mis tiempos juveniles, cuando hierve la sangre y se agudizan los instintos, hace sesenta años, tuve la desgracia de que estábamos en plena posguerra y reinaba un clima de prohibiciones en todos los sentidos y de represiones sexuales excesivamente exagerados. Ni siquiera era correcto ir del brazo con la novia por la calle. Estaba mal visto y si te sorprendían las omnipresentes cotillas censoras de la época, se iniciaba el corre, ve y dile de la noticia aumentada y adulterada a los cuatro vientos en menos tiempo que tarda un cura loco en persignarse. Las chicas de mi generación, como estaban educadas por aquellas monjas un tanto mojigatas y estiradas al máximo, eran imbuidas en aspirar como el súmmun de todo ideal a ser elegidas “Hijas de María” y de toda la Corte Celestial, para lo cual y tras la consecución de tan alto privilegio su conducta debía ser transparente, ejemplar y sacrificada en las tentaciones y placeres de la carne. Miraban al hombre como causante de sus faltas y el culpable de su posible condenación eterna. Debían estar siempre alerta para contener sus impulsos y mantener las manos del novio alejadas de cualquier parte de su blindada anatomía. Todo era pecado, hasta el susurrar cerca del oído, por si se escapaba del atrevido novio un beso fugaz y furtivo que encendiera los colores de la receptora y pudiera calentar los motores de la pecaminosa lujuria. Lógicamente, dejándonos de consideraciones morales, religiosas y de cualquiera otra índole, el hervor de la sangre y los impulsos de la juventud eran difíciles de contener y más aún cuando se tenía tan cerca a la mujer que uno amaba y por la que “bebía los vientos” como decían en mi tierra andaluza. Y los inocentes o más o menos picarones arrechuchos de enamorados que nos permitía la novia, nos hacía fluir la sangre y aflorar el deseo. La visita a la casa de las “mujeres malas”, como se las llamaba, que aparentaban en su aspecto todo lo contrario y mostraban unos atributos que para sí quisieran muchas de las “buenas”, era la única válvula de escape posible a nuestros ardores. Y las exploraciones y desahogos que nos vedaban nuestras propias parejas, las compensaban con creces esas profesionales del sexo. He de aclarar que fui cliente más o menos asiduo de estas “alquiladas amantes”y no me pesa en lo más mínimo haber gozado y desbarrado de soltero y en plena juventud, lo que dejé de practicar cuando encontré a la mujer de mi vida, hice uso del matrimonio y la edad, que no perdona, cortó mis energías e impulsos. No creo que Dios me lo tenga en cuenta cuando me presente ante su Tribunal a darle cuenta de mis actos terrenales, porque ya demostró su misericordia en el episodio de la lapidación de la mujer adúltera. ¿Cuántos matrimonios de antes se libraron del bochorno de la novia luciendo la “tripa de la deshonra” ante el altar, gracias a que la prostituta de turno descargó las pilas del novio?. Hoy, ya se sabe, esta cuestión no tiene la mínima importancia ante la sociedad e incluso presumen de ella y de la ocultación del autor de esa protuberancia tripuda, solteras de alto rango social y “muy bien consideradas”. Han cambiado mucho las costumbres y los límites con los que antes medían nuestros actos y necesidades fisiológicas. Asimismo pienso que gracias a estas mujeres no proliferaron los abortos y las casas de cuna y hospicios fueron sitios no muy frecuentados en las diversas localidades españolas. Cuando hacen monumentos al diablo, como el existente en El Retiro madrileño, al político de nefasta memoria que luego derriban a su muerte ( y no me refiero a ninguno en particular, sino a lo que comúnmente sucede cuando cambia de régimen el país), al pescador que iba pregonando y vendiendo su plateada mercancía por calles y plazas, al toro de lidia, a la artista, cantante, payaso o cualquier otro profesional que hizo de su arte un medio muy bien remunerado y gozó de la gloria y el triunfo en vida, por hacer simple y sencillamente su trabajo, opino que también se lo merece la que se dedica a ofrecer placer y relajación al hombre, aunque su manera de hacerlo no encaje en los cánones establecidos por hombres e instituciones que nos manejan y marcan nuestras pautas a seguir. Pero me refiero a la prostituta que realiza su trabajo en el interior de una casa ex profeso para este tipo de oficio, sin exhibiciones callejeras en las esquinas y lugares más frecuentados, con poses provocativas, desnudas anatomías e insolente insinuaciones a todo el que pasa, sin detenerse a observar si hay menores por medio a los que pueda escandalizar y perjudicar. Estas suprimidas por completo y las que sean foráneas a sus respectivos países a dar la nota discordante y procaz. Franco, “el odiado dictador de nuestros días”, con lo intransigente que era para todo lo relacionado con la religión, la moral y las buenas costumbres, no legalizó, pero si toleró la prostitución. En su tiempo, no se veía a una sola prostituta por las calles, pero si existían las casas donde realizaban su labor, generalmente en barrios poco transitados y todas ellas debidamente controladas médicamente, para evitar contagios y enfermedades que entonces, sin la penicilina al alcance de todos, eran incurables y como mínimo visiblemente desastrosas. ¿Por qué nuestras liberales y demócratas autoridades no hacen lo mismo?. Tanta guerra al tabaco, por nuestra celosa ministra de Sanidad y ninguna medida para evitar contagios y enfermedades, limpiando calles, paseos, plazas y Casa de Campo de ese extraño, variopinto y repugnante muestrario de la degradación a la que puede llegar una mujer y la falta de escrúpulos que puede sentir el hombre que se les acerca y contrata sus servicios. Holanda ha enfocado el problema de otra forma y son famosos, típicos, de obligada visita cuando viajamos a Ámsterdam, esa calle donde a ambos lados de la calzada se alinean las casas con sus ventanales-escaparates abiertos al público exhibiendo a la mujer que el cliente puede elegir para satisfacer sus caprichos o necesidades sexuales. Es algo tan conocido, fotografiado y sacados en las películas rodadas en ese bello país de los mil canales, que no se concibe hablar de él y recordar su visita, sin traer a la visualidad mental esos curiosos y originales expositores donde una serie de mujeres, cada cual mejor dotada físicamente que la compañera, te sonríen y muestran sus encantos, sin la chabacanería propia de las esquineras españolas. Es lógico, pienso, opino y expongo con sinceridad, que el monumento holandés a estas prostitutas que dan fama y cierto tipismo a la ciudad, está plenamente merecido, ya que pedestales hay por esos mundos de Dios y dominios del diablo, donde se alzan figuras y motivos que deberían ser derribados o arder en las hogueras de la indiferencia y del olvido. Y ahí los tenemos para escarnio, oprobio y repugnancia de los que pasamos ante ellos, porque el gobierno de turno (no me refiero al actual, sino a cualquiera de los muchos que se suceden en la política), nos lo impone y refriega impunemente para ofensa y revanchismo de los que son contrarios a su ideología política.

1 comentario:

Cliente X dijo...

Pues este jueves pasado se manifestaron contra el hay-untamiento, tan bien no deben estar ahi en Amsterdam no?