viernes, enero 19, 2007

Carmen Planchuelo, Cuatro en apuros o cosas que pasan en un tren

viernes 19 de enero de 2007
Cuatro en apuros o cosas que pasan en un tren
Carmen Planchuelo
S AN PETERSBURGO es uno de esos lugares a los que todos, en algún momento de nuestra vida hemos querido ir. Seguramente unos por razones de nostalgia política; el ya muerto Leningrado no deja de tener su atractivo para aquellos que creyeron en la Revolución y vieron en esta el amanecer de una nueva forma de vida... Otros sienten palpitar la vena literaria y sueñan con escuchar los pasos de Raskolnikov en la Plaza Sennáia, y no olvidemos a esas mentes fantasiosas entre las que me encuentro- en las que viven zares, zarinas, palacios reflejados en los canales y todo un cúmulo de imágenes nacidas del cine, las novelas románticas o de costumbres. Durante años soñé con hacer este viaje. Rusia como tal, no me atraía en exceso pero San Petersburgo, que no Leningrado, era una de las luminarias de mi espíritu viajero. Afortunadamente a mí se me suelen hacer realidad “casi” todos los sueños, no sé si es que soy humilde en el plano onírico y no son de altos vuelos o algún hada buena me tiene bajo su protección, no sé, todo es posible pero el caso es que una noche de mediados septiembre de hace unos pocos años, me encontré en la estación de la bella y poco conocida Riga, con un billete de tren, rumbo a la ciudad de mis fantasías adolescentes. Muchos escritores de viajes, muchos viajeros sin más, comentan que para viajar hay que ir solo; como toda compañía los propios pensamientos pues así se vive la experiencia viajera más intensamente, se integra uno en el paisaje (físico, humano, artístico) sin interferencias y se enfrenta a los imprevistos con las propias fuerzas o habilidades. Posiblemente esto sea así pero a mi siempre me ha gustado viajar en compañía: comentar y compartir las novedades de cada momento, es posible que también, para que negarlo, el no ir sola hace que me sienta más protegida ante lo que el viaje me pueda deparar. Salimos de la capital de Letonia, Riga, después de pasar unos días recorriendo este maravilloso y desconocido país, rumbo a San Petersburgo en el tren nocturno de las 21.44, hago esta precisión porque Letonia es de esos países en que los trenes no son muy modernos pero puntuales como no he conocido otros. La estación es grande, llena de vida y bullicio. A la hora indicada para acceder al vagón, mis amigos y yo subimos al tren ruso. Por primera vez en mi vida, ponía los pies en un trocito de la muy mítica, desconocida y algo temida Rusia y con una sensación completamente diferente a la que he sentido en otros viajes por el mundo, como se lo diría a ustedes... una especie de sentimiento aventurero, no desconocido por mi pero sí con un halo de ¿inquietud?, ¿cierto temor? Penetré en aquel tren, que en el plazo de casi una docena de horas me depositaria junto a mis amigos en la estación de Vitevski, la llegada prevista eran las 9.40. Guiados por el revisor, llegamos a nuestro coche-cama: cuatro literas que aún estaban recogidas. A las 21.44 el tren se puso en movimiento y una vez dejadas las maletas y sin curiosear nada, pues la austeridad mas espartana nos rodeaba, partimos hacia el vagón comedor donde después de darle vueltas a la carta, interrogar al camarero sobre los alimentos ofrecidos y evidentemente en la ignorancia mas absoluta sobre el menú, simplemente fuimos señalando con el dedo unos platos tras otros, confieso que fue un juego divertido muy parecido a la gallina ciega. Recuerdo que éramos muy pocos los comensales y que la cena fue agradable, divertida pero breve y en una hora escasa estábamos de nuevo en nuestro cubículo. Y ahora, si así lo desean, les contaré la pequeña aventura y los apuros por los que pasaron cuatro viajeros rumbo a todas las Rusias, es posible que alguno de ustedes haya vivido algo similar a lo que a continuación les cuento ¿preparados?: Lugar, espacio y tiempo: el tren nocturno que cubre la ruta Riga-San Petesburgo en una noche de otoño helador atravesando la tierra de nadie: él territorio entre fronteras.. Los personajes y su indumentaria: Un flemático y caballeroso súbdito de su Graciosa Majestad Británica, rubio y de buen ver, en el momento que nos ocupa viste pijama de cachemir en tonos burdeos. Un hombre español, en ese momento de no muy buen ver y casi en los brazos de Morfeo, viste lo que en España se llaman “pulgueros”, en el Reino Unido de la Gran Bretaña: “Long Johns” y que el común de los mortales conoce como calzoncillos largos, en el caso que nos ocupa de color blanco; la indumentaria se completa con una camiseta azul oscuro, nuestro compatriota luce el pelo revuelto. Féminas: mujer española de mediana edad, rubia con mechas, tranquila y modosa, toda ella cubierta por decentísimo y abrigadito esquijama azul marino. Yo (que narro) también española (ni rubia ni modosa), vestidita para la ocasión: pijama de raso verde manzana, discretamente escotado y con un ataque de risa a medio reprimir (aún no me he dormido); más lo que yo, en mi fuero interno, llamo “La Santa Compaña” (mas adelante se explica). Tema: “de cómo cumplimentar un formulario escrito en caracteres cirílicos en los que uno debe declarar si lleva armas, libros antiguos y manuscritos, drogas, joyas, propaganda, iconos y todo lo que pueda perturbar la paz del país al que los personajes se dirigen; y por supuesto y principal cuántas divisas se llevan” Escenario: el coche cama del susodicho tren en el cual nuestros personajes, al sonido de un toc-toc en la puerta que inmediatamente se ha abierto, se despiertan (yo no) y a la luz mortecina del vagón se encuentran con: “La Santa Compaña” ¡ta ta ta chaaan! ¿Y que es la Santa Compaña? (Olvídense de toda referencia al folklore popular) pues ni mas ni menos que el servicio de fronteras que la Madre Rusia ha habilitado para la ocasión y que esta formado por los siguiente personajes, cuya descripción merece de mejor pluma que la mía: La Dama de Negro: presentimos que vestida con todo su guardarropa dado el tamaño considerable de su apariencia. Entró en el departamento absolutamente impertérrita, sin ninguna amago de expresión y nos repartió los cirílicos y para nosotros (gente no versada en otros alfabetos) crípticos impresos. El guardia de seguridad: alto, pálido, vestido de cuero y verde. Sólo nos miró. Permaneció al lado de la Dama de Negro en todo momento. Un joven soldado con atavío de campaña, bayoneta en ristre. Inciso: este joven estaba en el pasillo, tan sólo yo desde mi alta litera le podía ver; era tan joven, rubio y tierno que parecía imposible que unos minutos mas tarde blandiera fusil y bayoneta con semejante interés (que cosa ¿no?). La Señora del Seguro, rubia de pelo muy corto cual soldadito recién ingresado en el ejército; “con su blanca palidez”. Como único signo de coquetería los kilos de rimel negro que bordeaban sus ojos, dándole aún mayor tristeza a su muy triste y moribundo aspecto. Nos miraba y agitaba algo como un billete de avión en la mano, nos costo Dios y ayuda enterarnos de que aquello era un seguro de imprescindible pago y que debía ser cumplimentado por los viajeros… harta de nuestra incompetencia y no saber, nos rellenó ella misma tan importante documento. El Jefe de Verde: fue el último en incorporarse al grupo, y vino a poner un poco de orden en tan caótico lugar, imagino que no todos los días se encuentra uno en semejante Babel. A diferencia de sus compañeros era socarrón y reidor y entabló un extraño diálogo con el británico, una palabrita aquí y otra allá, en rusinglish y por fin todos los impresos fueron entregados a las autoridades (relax para todos) La guinda de esta escena: una vez nuestros pasaportes fueron entregados, los impresos mejor o peor (más bien esto) cumplimentados y parte de la Santa Compaña ya había desalojado el minúsculo departamento, pensamos: ¡oh, qué bien ahora podremos dejar de disimular tanta risa tonta! Pero no nada de eso, de repente entró el joven soldado que con tono de mando, aunque eso sí no alto, dijo “stand up” mirando a la dama modosa y rubia y al portador de los “Long Johns”, que sin dudar un momento saltaron de su litera. Ante nuestros asombrados ojos, el joven levantó los asientos y con una fuerza totalmente inesperada viendo su delicado aspecto, hundió la bayoneta en los lugares más recónditos de vagón, no quedó hueco, cortina, alfombra ni minúsculo agujero que no fuera sagazmente examinado, golpeado y escudriñado por el rubio muchacho. Una vez comprobado que ningún desesperado europeo quería huir y establecerse de incógnito en la Madre Rusia, el joven querubín armado y el resto de la excursión que le esperaban en el estrecho pasillo, siguieron su camino hacia otros departamentos, pensando –seguramente- que jamás habían tropezado con gentes tan torpes, tan raramente vestidas y que no hacían mas que disimular una risa sin sentido ¿de que se reirían? Unos segundos después la risa (quizás nerviosa) estalló y no dejamos de reírnos hasta muy entrada la noche. Dormimos arrullados por el chacacha del trén. En medio del silencio de la noche oí un grito. Lo que no podría asegurar es si fue hijo de mis sueños o de la negra realidad. A la mañana siguiente y según el horario previsto el tren hacía su entrada en la decadente y ajada estación de Vitevski.

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