miércoles, enero 17, 2007

Carlos Luis Rodriguez, Estatuto de frustracion

jueves 18 de enero de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
Estatuto de frustración
El profesor Meilán Gil bautizó la procelosa tramitación del Estatuto vigente como odisea celta. Sin duda quería referirse a las tormentas que tuvo que superar el texto, sometido a los embates del centralismo de unos, el radicalismo de otros y la incapacidad de casi todos. ¿Cómo podemos llamarle al fracaso de ayer? Tal vez lo más adecuado sería tragedia griega.
Tragedia u odisea, el caso es que sobre los estatutos gallegos pesa una extraña maldición. El de la República queda truncado por la guerra, el del 81 quiere usarse como una especie de tapón contra las autonomías desbocadas, y el del siglo XXI encalla en la reunión de Monte Pío. Galicia está condenada a repetir una y otra vez las travesías de Ulises por el mar embravecido.
Hay, sin embargo, una diferencia notable entre los dos primeros naufragios y éste. Los primeros se producen cuando Galicia es todavía un proyecto de país, una elucubración sin forma legal, tan desnuda de ropaje institucional como la despechada peluquera de Arcade. En ambos casos se puede decir que la culpa es foránea: una sublevación militar o las maquinaciones e incongruencias del Gobierno de la UCD.
No se falta a la verdad histórica diciendo que en las dos situaciones, la incipiente clase política galaica estaba igual de inerme que Ulises y su tripulación frente a los caprichos de los dioses. En fin, que las experiencias fueron tortuosas, pero debidas a circunstancias ajenas a nuestra voluntad.
Lo ocurrido ayer es mucho peor. Galicia ya no está a merced de acontecimientos que no controla, tiene un largo rodaje autonómico, instituciones y un sistema de partidos sólido. En principio, no hay ningún obstáculo para culminar la reforma y seguir los pasos de otras comunidades. A priori, no existe una odisea, sino un camino bastante llevadero que sólo depende del buen entendimiento de tres líderes gallegos.
A eso hay que añadirle otro detalle, que es el consenso alcanzado en autonomías con menor caché, algo que no sucede en el periodo republicano, ni en los ochenta. Tras proclamar con orgullo que Galicia pertenece a la división de honor, la condenan a jugar la promoción en otro momento político, no se sabe cuál, pero en todo caso cuando los demás equipos ya estén reforzados, rodados y entrenados, y hayan jugado con el Estado partidos importantes.
No se pudo hacer peor. Son los propios protagonistas de la frustración quienes, ante una ciudadanía escéptica, reiteradamente aseguraron que la reforma era capital. Son ellos los que preparan la cumbre con guiños que hacen presumir un acuerdo final. Y son ellos también quienes no son capaces de explicar por qué las diferencias son tan insalvables. ¿No hubiera sido mejor que este encuentro fuera al principio y no al final, ahorrándonos comisiones y debates que ahora parecen un puro simulacro?
Muchos ciudadanos tienen derecho a pensar que, más que odisea o tragedia, esto fue un sainete en el que los principales actores sólo buscaban quedar bien en el último acto. Hay fundamentos para sospechar que, a partir de un determinado momento, unos y otros han ido acumulando argumentos para no ser el malo del Estatuto.
Hay culpas que será preciso distribuir, pero siempre quedará otra que afecta a la clase política gallega en su conjunto: la de desperdiciar el ya escaso interés que había por la reforma. Touriño, Quintana y Feijóo se han encargado de desmentir su importancia. Se puede dejar para otro momento. Odisea celta, tragedia deportiva.

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