domingo, enero 07, 2007

Carlos Luis Rodriguez, De Barbie a Maruxa

domingo 7 de enero de 2006
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
De Barbie a Maruxa
Cuentan que también los seguidores de Robespierre quisieron cambiar las muñecas para adaptarlas al nuevo estilo revolucionario. No bastaba con modificar el nombre de los meses, imponer una vestimenta, tratar a la gente de ciudadano, o quitar a Cristo de los altares para poner a la Razón.
No; había que impedir que los niños de la nueva Francia se vieran influidos por los hábitos aristocráticos, reflejados en el vistoso atuendo de las muñecas, porque ¿de qué valía guillotinar a la nobleza, si seguía gobernando en los juegos infantiles? Sólo la caída de los jacobinos salvó a las Barbies de entonces de un destino cruel.
Algún siglo más tarde pasaría lo mismo con el rock, considerado por los estados comunistas como un arma cultural de los americanos, con la que se quería contaminar la sólida moral soviética. El rock se hizo clandestino, y los suspicaces jerifaltes consiguieron hacer de aquella música lo que no era: un símbolo de rebeldía. Si no le gustaba a los dinosaurios del Partido, algo bueno debía de tener. Al fan que sólo disfrutaba de la música, se unió el contestatario.
En ambos casos (hubo muchos más en la historia) encontramos a gente tan inmersa en la cultura de la conspiración que piensan que todo el mundo conspira, y que detrás de cosas como una muñeca o un grupo rockero no hay un juego, ni una música, sino una inconmensurable trama. Al igual que ese ladrón que cree que todos son de su condición, el conspirador no es capaz de distinguir lo espontáneo de la conjura.
Estos portavoces nacionalistas que reclaman la normalización de las muñecas habladoras, hubieran hecho fortuna en el Comité de Salvación Pública o el Politburó. Más que por sus propuestas, por sus motivos. ¿Es bueno que haya una Barbie vestida de gallega, un robot que toque la gaita, un bebé que, además de hacer pipí, diga algo en nuestra lengua, o un scalextric de tractores? Sin duda. Ninguna ley lo impide.
Sin embargo, los autores de la idea van más allá, y señalan en concreto a las muñecas como un instrumento españolizador. He aquí la conspiración. La misma que castellanizó nuestros apellidos, nos impuso un horario colonial, introdujo las orquestas en las verbenas, promovió discotecas y pubs, e hizo que el flamenco se infiltrara en la cultura musical, hasta el punto de dejar abducida a la misma presidenta del Parlamento, cuyo propio nombre, Lola, la delata.
Incurren en un error muy parecido al de los comunistas que colocaron el rock en el índice de músicas prohibidas. En aquel entonces, el rock ya era un estilo universal que no gustaba por ser americano, sino porque conectaba con los gustos de la juventud. Nadie se lo imponía. Nadie impone en Galicia esas insidiosas muñecas o robots que parlotean en castellano. ¿Quién puede dudar de que, si la demanda de Maruxas galego-falantes fuera masiva, los fabricantes se apresurarían a ponerlas en el mercado?
Se culpa además a las pobres muñecas de culpas que están en otro sitio. Esos niños o adolescentes que consumen juegos y artilugios sin normalizar, están siendo educados en centros escolares donde el gallego está presente. Para todos ellos, el gallego no es una lengua desconocida: está en los textos, en las clases, en los exámenes.
Sin embargo, las estadísticas insisten en que esa galleguización escolar tiene poca repercusión social, de manera que los chavales aprenden gallego y después no lo hablan. ¿Por qué? Algo está fallando ¿Son las muñecas responsables? Tal vez no vendría mal pedir su comparecencia en el Parlamento.

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