jueves, enero 25, 2007

Camacho, Aquella risa macabra

viernes 26 de enero de 2007
Aquella risa macabra

IGNACIO CAMACHO
LLORABA el cielo gotas grises como lágrimas de plomo aquella mañana de enero en Sevilla. La semana que viene hará ocho años. Llegaron los dos ataúdes a una plaza abarrotada de gente con el corazón atravesado por el dolor y por la rabia. No había lluvia capaz de arrastrar el llanto de aquella congoja. No muy lejos, apenas a unos cientos de metros, un matrimonio muy querido se había llevado a los tres hijos de Alberto y Ascensión a su casa; nunca me atreví a preguntarles qué les dijeron a los huérfanos, con qué dulces mentiras preservaron su inocencia ni de dónde sacaron la entereza para sobreponerse a sus propias lágrimas.
A Ignacio de Juana Chaos, asesino convicto de dos docenas de personas, toda esta zozobra le provocaba en la cárcel un generoso impulso solidario: «Me encanta ver las caras desencajadas de los familiares en los funerales. Aquí, sus lloros son nuestras sonrisas y acabaremos a carcajada limpia... Ya he comido para todo el mes». Tanta excelencia moral ha debido de pesar hondamente, sin duda, en el criterio del fiscal que pedía que se le sacase de prisión para reponerse en su casa de una huelga de hambre.
Ese fiscal, y su jefe el fiscal del Estado, y el presidente Rodríguez Zapatero, representan a aquellos ciudadanos transidos de indignación y espanto que esperaban bajo la lluvia el paso de los féretros mientras De Juana se burlaba de su dolor y de su amargura. Y representan a los hijos del matrimonio Jiménez Becerril, que han crecido sin padres desde aquella maldita mañana fúnebre de enero que el terrorista celebraba con hiriente, provocadora crueldad. Y representan a las decenas de víctimas que cayeron bajo su mano criminal, y a los deudos de aquel concejal navarro tras cuyo asesinato pedía champán para un brindis siniestro. Y representan al Estado desafiado por un abierto chantaje político disfrazado de burdos ropajes humanitarios, retado por un victimismo artificial, engañoso y torticero. Y deberían por tanto sentirse concernidos por el sentido claro y primordial de una justicia que emana de la soberanía del pueblo y de la razón de la ley, más allá de casuismos, de tácticas... y de procesos.
Pero no se han sentido. Han cedido a un mezquino situacionismo de conveniencia política, y los ha tenido que poner en su sitio una docena de jueces inmunes a la presión de las circunstancias y leales a su encarnadura moral, recordando algo tan elemental como que es el recluso el responsable de su situación crítica, al tomar por sí mismo, en pleno dominio de su albedrío y voluntad, la decisión de renunciar a alimentarse. Podrían haber dicho que De Juana ha actuado con la misma plena conciencia con que celebraba los atentados y se reía de las víctimas, o con la misma determinación con que colocaba bombas y disparaba a matar, o con idéntico arbitrio que cuando se consideraba bien nutrido con la aflicción ajena. Pero aunque sea imposible olvidar la infamia, aunque no haya llovido bastante para borrar todas las lágrimas, no es menester encono cuando basta la lógica, ni vísceras cuando es suficiente la razón, ni resentimiento cuando sobra con el consuelo de la justicia. Eso nos diferencia.
Y, al menos, aquel macabro champán no se lo sirvieron.

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