domingo, julio 29, 2007

Manuel de Prada, Tiquismiquis

lunes 30 de julio de 0207
Tiquismiquis

Hace algunos meses, se quejaba el maestro con patente de corso que me precede en estas páginas de las crecientes dificultades con que se tropezaba al tratar de emplear ciertos recursos expresivos que el lenguaje ofrece. Siempre hay alguien dispuesto a hacerse el ofendido, considerando que el uso figurado de tal o cual palabra constituye una imperdonable agresión. Si no recuerdo mal, Reverte ponía como un ejemplo a un gaitero o asociación de gaiteros que reaccionó destempladamente, después de que él hubiese empleado la palabra `soplagaitas´ en uno de sus artículos, referida no precisamente a quienes se afanan extrayendo melodiosas notas de tan noble instrumento. Naturalmente, Reverte –menudo es el pollo– se rebelaba contra semejantes sarpullidos tiquismiquis y vindicaba su soberano derecho a seguir utilizando el registro figurado del lenguaje, que es el que permite que las palabras cobren un vuelo literario. La gente que sólo entiende el uso enunciativo del lenguaje debería limitarse a leer prospectos que expliquen el funcionamiento de una lavadora. También yo recibo, cada vez que publico un artículo en el que utilizo un registro lingüístico distinto del puramente enunciativo, cartas iracundas de lectores que me reprochan tal o cual término, que consideran hiriente. Hace unas semanas se publicaba en esta revista una carta de una asociación de epilépticos en la que se me afeaba el empleo de un símil, por considerar que menospreciaba a quienes padecen esta enfermedad. En un artículo, para describir la risa forzada y convulsa de unas pijas californianas, escribía yo que parecía la risa «de un ventrílocuo epiléptico». La imagen podrá ser más o menos roma o brillante; pero a nadie se le escapa que se trata de un recurso retórico en el que sólo mediante interpretaciones torticeras puede detectarse un propósito denigratorio. El uso figurado del lenguaje no es privativo de la expresión literaria; también la expresión coloquial lo admite sin empacho: así, por ejemplo, cuando decimos que tal comportamiento es `pueril´ o que tal argumentación es `coja´, no pretendemos escarnecer o vejar a los niños ni a los cojos. Sabemos, desde luego, que el comportamiento de los niños es con frecuencia mucho más cabal y lógico que el de los adultos; y, por supuesto, ni se nos ocurre pensar que los cojos tengan mermadas sus capacidades argumentativas. El uso figurado del lenguaje, que añade vivacidad y colorido a la expresión coloquial, resulta indispensable en la expresión literaria, que no se abastece tan sólo de palabras, sino sobre todo de una retórica que entabla conexiones inéditas entre las palabras, matizando y amplificando su sentido, incluso creando sentidos que antes no existían. Cuando yo escribo, como hacía en un artículo reciente, «el olor de Dios», un creyente que hiciera una lectura estrictamente enunciativa podría cabrearse conmigo, aduciendo que trato de burlarme del Todopoderoso, achacándole unos hábitos poco higiénicos; un creyente que haga una lectura figurada entenderá de inmediato que le estoy proponiendo una sinestesia. Y es que el lenguaje literario no se limita a enunciar mostrencamente la realidad; aspira a crear mediante palabras asociaciones insólitas que ensanchen nuestra percepción de la realidad. En cierta ocasión, comparé a quienes son incapaces de penetrar en el sentido figurado de un texto literario con el huésped al que franquean la puerta de un aposento y se contenta con deslizar la mirada sobre sus paredes monótonas, sin molestarse en apartar los postigos de la ventana que se abre a un paisaje de incalculable amenidad. El lenguaje literario es un pájaro que vuela libre, evadido de la jaula donde las palabras crían michelines, hartas de decir siempre lo mismo. Quienes prefieren la comodidad de la jaula, la ramplonería del lenguaje enunciativo, quizá sean muy dignos de respeto, como ese huésped que se niega a abrir los postigos de la ventana para respirar el aire del exterior; pero ya me parece menos digno de respeto que el huésped que se niega a abrir los postigos de la ventana presente una reclamación, aduciendo que la habitación era demasiado lóbrega. Si yo escribo, refiriéndome a una persona, que adolece de un pensamiento `menopáusico´ o `alopécico´ aspiro a que se den por aludidos quienes, en efecto, han dimitido de sus facultades intelectivas; si, por el contrario, se diesen por aludidos una señora afectada por el climaterio o un señor aquejado de calvicie, pensaría simplemente que tales personas ignoran los rudimentos del lenguaje figurado. Y que la apelación a su sensibilidad agraviada no es sino el subterfugio o coartada que emplean para distraer la atención de una carencia mucho más aflictiva, cual es la incapacidad para entender una figura retórica. Huelga añadir que jamás renunciaré al uso figurado del lenguaje. En esto sigo el magisterio del gran Fiodor Dostoievski, quien, por cierto, era epiléptico.

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