domingo, julio 01, 2007

Manuel de Prada, Morirse un poco

lunes 2 de julio de 2007
Morirse un poco

En Historia de un crimen, la segunda versión cinematográfica que en poco tiempo se estrena sobre Truman Capote, y más concretamente sobre las circunstancias que rodearon la escritura de A sangre fría, la obra que lo catapultaría a la fama (y también a los infiernos de la autodestrucción), se contiene una muy interesante reflexión sobre la naturaleza de la creación artística. Hacia el final de la película, Harper Lee (interpretada por Sandra Bullock), la célebre autora de Matar a un ruiseñor, al tratar de explicar el daño que la creación puede infligir al creador, evoca unas palabras de Frank Sinatra, referidas a Judy Garland: «Cada vez que canta, se muere un poco». La frase podría interpretarse en un sentido figurado: «Cada vez que canta, pone tanto sentimiento y tanto patetismo que logra transmitirnos la ilusión de que se deja la vida en ello». Este entendimiento del arte como representación o fingimiento es el más divulgado; sin embargo, la frase de Sinatra alberga otro sentido más hondo y terrible, que acierta a nombrar la naturaleza saturnal de la creación artística. El artista verdadero es literalmente devorado por su pasión creativa; y cuanto mayores son los logros de esa pasión, más crueles son las heridas que le inflige. El propio Capote lo expresaría en el prefacio de Música para camaleones: «Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse». Se trata de una concepción –si se quiere– romántica del arte que causa gran rechazo en nuestra época; la visión del artista como alguien entregado a su vocación, capaz de inmolarse por su vocación, se nos antoja en exceso intranquilizadora, disuasoria, casi obscena. Aceptamos la versión domesticada del artista como alguien que dulcifica nuestro tedio, que añade una nota de pacífica belleza a nuestros días. La mera suposición de que esa belleza nazca de un fondo tortuoso nos resulta repelente; tememos que, de algún modo, nos contamine con sus isótopos radiactivos. Quizá por ello nuestra época ha querido domesticar el arte, convertirlo en una fuente convencional de entretenimiento: le reclamamos que halague nuestros sentidos, que sea trivial y analgésico y reparador, que nos espante la angustia; de vez en cuando podemos admitir que suscite en nosotros reacciones encontradas, siempre que carezca de auténtica fuerza subversiva, siempre que detectemos que su provocación se queda en un mero aspaviento, una simulación de enfant terrible. Queremos que el artista sea el bufón de una feria de vanidades. Pero el verdadero arte nace del dolor, se alimenta del dolor y, más allá del disfrute estético que pueda depararnos, nos transmite un eco de ese dolor, tanto más vívido cuanto más verdadero es. Siempre he pensado que las personas felices (o las personas que se creen felices) carecen de temperamento artístico; y cuando escucho o leo a un artista que habla de su trabajo como si de un oficio placentero se tratase, sospecho que se trata de un impostor, o tal vez de un fingidor. Se puede llegar a fingir, por cortesía o cinismo, que el arte no duele; pero el artista que no se muere un poco en su creación no es un verdadero artista. Se trata, paradójicamente, de un dolor voluptuoso: el artista lo necesita para seguir viviendo (para seguir muriendo) cada día, si un día ese dolor desapareciese el artista dejaría de serlo; tal vez lograría engañar a su público, pero íntimamente sabría que como artista ha dejado de existir. Se trata, también, de un dolor que lo condena a la soledad, un dolor ensimismado que suele confundirse con el egoísmo: el artista vive para su dolor inconsolable, vive para morir un poco cada día, de ahí que las personas sin temperamento artístico sean incapaces de convivir con ese dolor, sean incapaces de comprenderlo y aceptarlo, no soportan que las salpicaduras de sangre de ese látigo con el que el artista se flagela injurien su rostro. Y se trata, en fin, de un dolor plenamente consciente: el artista sabe que le bastaría dimitir de su arte para hallar al fin el sosiego, sabe que ese dolor lo destruye y que se curaría si renegase de su vocación; pero no lo hace, sigue inmolándose cada día, sigue entregándose a las dentelladas del dolor, con terquedad suicida. Tal vez algún día deje de haber artistas dispuestos a «morir un poco»; ese día seguramente viviremos todos más tranquilos, pero habremos dejado de ser hombres. Vivir sin dolor es vivir sin dones, vivir sin arte: la forma triste de muerte.

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