viernes 27 de julio de 2007
SALTER SCHOOL
Una educación sentimental
Por Luis Margol
Alejandro es un chico madrileño de 16 años cuya vida se limita a aprobar, escuchar a Pink Floyd, releer alguna página del libro de poemas que le regaló su primera y única novia a los 14 y pasar los fines de semana destrozándose el hígado a base de botellones.
Si a todo lo anterior sumamos la insatisfacción que siente hacia su ciudad, un paraje yerto y oscuro, el leve desprecio no exento de arrogancia hacia sus padres, la dolorosa huella dejada por Elena y una crianza algodonada (academia de inglés, colegio privado, papás obsequiosos y liberales que nunca dicen "no"), tenemos ante nosotros el típico caso de niño malcriado necesitado de un urgente y contundente reality bite antes de que sea demasiado tarde...
A miles de kilómetros de casa (Nueva Jersey) y en un ambiente en el que el instinto de supervivencia lo es casi todo (el prestigioso colegio Salter School), Alejandro aprende en un año mucho más de sí mismo que en varios en España. Lo de menos aquí es la aparición de arrugas precoces –la capacidad de regeneración cutánea a los 17 es casi milagrosa–, pues lo que el protagonista consigue tras un año de suaves caricias y profundos zarpazos de la vida, amortiguados por una sólida red de amigos (too good to be true?), es iniciarse en una educación vocacional y sentimental autónoma cuyos significados intuye, aunque todavía sea incapaz de interpretarlos, como por otra parte es normal a su edad.
Esta ausencia de psicologismo en una novela sencilla (tiempo lineal, narrador omnisciente) sobre adolescentes es sin duda el mayor acierto de David Jiménez, quien, a pesar de su juventud (21 años ahora, 17 cuando escribió Salter School), conoce la ubicación de la fina línea que separa precocidad y pedantería, verosimilitud y artificiosidad. Sin embargo, cabe achacarle, además del excesivo número de comas, la abundancia de tacos en unos diálogos por lo demás ágiles, espontáneos y bien construidos. Tampoco es afortunado el uso del tiempo verbal condicional, que conviene recordar necesita apoyarse en otro para funcionar y que sólo expresa posibilidad en el pasado. No obstante, y esto es algo de lo que algunos escritores maduros, consagrados y sobradamente premiados deberían tomar nota, no encontramos en Salter School la fastidiosa autotraducción del inglés que tanto irrita a Francisco Umbral y a los implacables críticos de La Fiera Literaria, quienes podrán leer esta historia sin bufar ni llevarse las manos a la cabeza.
Además de no evitarles disgustos y maldiciones contra la Logse y los padres empeñados en conseguir que sus hijos manejen al menos un idioma extranjero –el uso que le quieran dar y lo que elijan olvidar de su lengua materna es otra cuestión–, esta novela les proporcionará muchas y útiles pistas sobre los usos y costumbres de los adolescentes actuales. Entre otras cosas, descubrirán que el problema de muchos jóvenes es menos simple de lo que parece. Todo padre con hijos cateadores que sin embargo se emocionan ante la posibilidad de trabajar de cajeros en el supermercado o que encuentran la felicidad limpiando piscinas en verano coincidirá con el autor en que lo que sobra a muchos jovencitos de nuestros días no es abulia ni pereza, sino un propósito, un objetivo que les haga pensar en el futuro.
Ésta es una de las primeras lecciones que Alejandro aprende en Salter School. La inmersión en el sistema académico norteamericano, competitivo y disciplinado por una parte pero liberal por otra, le hace pasar del "no sé qué quiero hacer; ni siquiera lo he pensado" de principios de curso al gradual descubrimiento de una vocación creativa que en Madrid yacía sepultada por causa de un sistema educativo inhibidor de la espontaneidad y de un entorno social algo abrumador.
Las largas horas de tareas escolares y los fines de semana sin obligaciones familiares en el internado, la soledad al fin y al cabo, proporcionan a Alejandro la ocasión perfecta para encontrarse a sí mismo y así realizar esa ardua, a veces ingrata pero siempre imprescindible labor de introspección inherente a la maduración. Es irónico que la mayor utilidad de una educación extranjera se halle a menudo en una colección de ratos de soledad bien aprovechados. Que éste y otros jóvenes tengan que trasladarse cientos o miles de kilómetros, dentro o fuera de su país, para conseguirla es algo que cuestiona seriamente el aparente individualismo de nuestra sociedad.
Jiménez ha puesto el dedo en la llaga de lo que sólo es contradictorio en apariencia: una sociedad barnizada de autodeterminación en la que sin embargo cada día son más los que recurren al aislamiento en busca de algún trocito de self, que dirían en los años 60. ¿Demasiadas alforjas para este corto y circular camino?
Otra de las virtudes de Salter School es que éstos y otros asuntos son tratados con singular sutileza por el autor, quien por otra parte cae en ocasiones en un excesivo afán documentalista –hay párrafos que se leen como folletos publicitarios o guías turísticas; darling, who wants to know?–, aunque es de agradecer la gracia y concisión de los relatos futbolísticos, que entretendrán incluso a los que consideramos ese deporte como uno de los espectáculos más estúpidos que se hayan inventado jamás. Nunca pensé que la crónica deportiva pudiera resultar tan amena.
Volviendo a la educación sentimental, que no sentimentaloide, de Alejandro y sus amigos, esta historia conmueve, irrita e incluso excita –las escenas de sexo parecen escritas por alguien con amplia experiencia o lecturas sobre el asunto–. Salter School es una suave montaña rusa cuyas oscilaciones son capaces de penetrar el espíritu como un buen plato picante, poco a poco, de forma casi imperceptible, hasta que, tras un par de bocados –líneas, en este caso–, el lector queda sumido en un estado emocional completamente diferente al de unos segundos antes (too late to hold back; demasiado tarde). Destacan en este alarde de pericia, impropio de un escritor novel, los pasajes dedicados a las confidencias entre Alejandro y Joanna, su amor americano –no podría faltar– y ex novia de su problemático amigo John, un personaje tal vez demasiado esquematizado y a veces idealizado, aunque tratado sin la corrección política imperante.
Asimismo, la intimidad y camaradería entre Alejandro y Gabriel, su compañero de habitación, y los diálogos entre el protagonista y Debbie, una compañera coreana cuya relación con Alejandro, quien decide quedarse en los EEUU tras su primer año en Salter School, intrigan desde la primera frase, sorprenden por su sensibilidad, agudeza y perspicacia. Un placentero ejercicio de lectura entre líneas en el que habrá tantas interpretaciones como lectores.
En su afán por contarlo todo, Jiménez incluye una serie de lecturas y piezas musicales que no siempre logran su objetivo, ya que a veces resultan excesivas y no aportan matices a la narración. Debería haber tenido más presente que este recurso es de gran valor cuando sirve para ilustrar una sensación determinada, sea mediante la analogía, la diferencia o el paralelismo. Aludir a tal canción, película o libro sin explicar en absoluto de qué trata o por qué es necesario que el lector sepa lo que un personaje está leyendo o escuchando puede ser contraproducente. Después de todo, los libros se leen, no se oyen.
No obstante lo anterior, la lectura de Salter School constituye una experiencia francamente agradable que trasciende con mucho el retrato costumbrista de la vida adolescente y la sociedad americana actuales. En este sentido, cabe decir que tiene una rara cualidad que se sobrepone a tal o cual técnica narrativa, o a las figuras a las que recurre el autor. Un raro vigor que confiere a las vicisitudes y conflictos de los personajes una atemporalidad que se echa de menos en buena parte de la literatura de los últimos años. Así pues, hay que felicitar a Jiménez por haber conseguido, en su primera obra, mantenerse a una distancia más que suficiente del costumbrismo vulgar y vacuo que tanto favorecen algunos editores españoles.
En resumen, David Jiménez ha emprendido una marcha que se irá enriqueciendo con las nuevas formas y universos que la experiencia, tanto propia como ajena –todo buen novelista debe ser ante todo un gran fisgón–, le proporcione. Uno desearía que creciera muy deprisa, que le ocurrieran muchas cosas, y que nunca le faltasen el tiempo y la concentración necesarios para contarlas con la misma mesura, sensibilidad y corrección de que hace gala en Salter School. Como seguro le dirán muchos de sus profesores (la editorial nos informa de que actualmente cursa Historia y Literatura en una universidad americana): keep it up!
DAVID JIMÉNEZ TORRES: SALTER SCHOOL. Martínez Roca (Madrid), 2007, 382 páginas.
jueves, julio 26, 2007
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