miercoles 21 de febrero de 2007
Justicia y ley penal
PEDRO LARREA
Ni los jueces son objetivos ni la ley que aplican es necesariamente justa. Es cierto que dos de los pilares de esa conquista formidable de la modernidad que fue el Estado de Derecho son la separación de poderes y el imperio de la ley. Pero un poder judicial separado o independiente es, en todo caso, garantía de imparcialidad, no de objetividad. Y la proclamación de la ley como único soberano, al que todos sin excepción debemos acatamiento, no significa que encarne valores absolutos, principios universales o derechos naturales, de acuerdo con el ideal de justicia compartido por la comunidad, sino que manifiesta lo que ésta considera conveniente para su supervivencia y bienestar.La renuncia a practicar la justicia por cuenta propia y la participación en la elección de quienes elaboran las leyes nos convierten en ciudadanos expectantes de todo cuanto es noticia en tribunales y parlamentos. Pues bien, la objetividad del juez y la justicia de las leyes son dos falacias que contribuyen a alimentar unas expectativas desmesuradas, especialmente cuando los asuntos concernidos son de naturaleza penal, ya que en ellos se ventila la protección de la vida, el honor, la libertad o la propiedad. Y si, a fin de cuentas, la calidad de la justicia es percibida como una ecuación personalísima que confronta resultados y expectativas, será recomendable ocuparse, siguiendo el consejo de los expertos, no sólo de mejorar técnicamente el 'producto' ofrecido, sino también de 'poner orden' en aquello que es razonable esperar. Se evitará así que la Justicia sea denostada por una ciudadanía insatisfecha. Desde un punto de vista lógico-formal la norma penal presenta la estructura de un imperativo hipotético que consta de dos partes, hipótesis y tesis; la primera define y tipifica un supuesto de hecho, y la segunda prescribe las consecuencias en forma de castigo a aplicar, para el caso de que la hipótesis se verifique; de tal modo, que la sentencia se concibe como la conclusión de un silogismo cuya premisa mayor es la norma y la premisa menor, un hecho real probado. La falacia 'objetivista' piensa que los hechos están ahí, tal como se nos ofrecen, y constituyen la nuda y simple realidad objetiva; olvida que toda mirada es selectiva (Nietzsche) y nunca inocua (Heidegger); e identifica la operación mental del juez con la de un autómata lógico que maneja datos extraídos tanto de la ley (los hechos hipotetizados) como de la realidad (los hechos verificados), limitándose a contrastar su posible encaje. En estas mismas páginas ('¿Jueces objetivos?', 26-01-06) ofrecí algunas reflexiones, a las que me remito, resumiendo: «No existen hechos químicamente puros, independientes del filtro perceptivo de un sujeto que los codifica, categoriza y confiere inteligibilidad, es decir, los interpreta». Y ello es válido para jueces, físicos, biólogos, economistas o sociólogos. Contemplada desde el punto de vista sustantivo-material, la ley penal es, por un lado, un catálogo de las conductas socialmente inconvenientes que se desea reprimir, y, por otro, una enumeración de los castigos correspondientes previstos. ¿Por qué diremos que una ley es justa? ¿Porque la idea de justicia preside el universo de valores protegidos cuyo reverso son las conductas tipificadas como delictivas, o porque la adecuación de las penas a la protección pretendida cumple criterios de proporcionalidad y eficacia?La concepción aristotélica de la justicia, entendida como la recta distribución de las cosas comunes, ha pervivido a lo largo del Derecho romano y la Escolástica hasta épocas recientes, en las que se prefiere enfatizar el reparto no de la riqueza sino de la libertad. La vida humana, en cuanto presupuesto fundamental para el ejercicio de todas las libertades y el desarrollo del proyecto individual de cada uno, pasa a ser el derecho básico por excelencia y su conculcación, la injusticia suprema. Existe un amplísimo consenso acerca de la necesidad de proteger penalmente otros derechos que llamamos universales, aunque no se ignora que los valores morales, políticos y culturales que una sociedad intenta preservar son el precipitado de la ideología dominante, de los intereses en juego y de la dialéctica que enfrenta a clases sociales y grupos políticos. Por eso, cuando una sociedad se plantea como fin básico su supervivencia, está a la vez postulando la supervivencia del 'estatu quo' dominante. En el mejor de los casos, y como ya sucediera en los primeros balbuceos del Derecho, allá por Egipto o por Mesopotamia, la paz y armonía sociales, no la justicia, se convierten en la finalidad de las leyes. (Todavía Goethe confesaba preferir la injusticia al desorden). Y en el peor, se cumple el negro presagio de Pascal de que el poder, incapaz de hacer fuerte lo que es justo, se inclina por hacer justo lo que es fuerte. En definitiva, y de acuerdo con el viejo pensamiento epicúreo, la razón de ser de la ley no es la justicia, sino la utilidad. Respecto a la finalidad de la pena, la doctrina clásica destacó su carácter eminentemente retributivo ('quia peccavit', porque pecó), añadiendo una segunda misión preventiva ('ne peccetur', para que no se peque). Otros propósitos habitualmente señalados se refieren a la corrección del delincuente, la seguridad pública, la restauración de la ley, el consuelo de las víctimas o la exhibición pedagógica de lo rentable que es el coste impuesto por el pacto social. Pero, sobre todo, el castigo pretende hacer justicia, reparando la injusticia cometida. Intento vano en la mayoría de los delitos, siendo la vida arrebatada el paradigma de un bien absolutamente irresarcible. La regla de reciprocidad más exigente (el 'ojo por ojo' o cualquier otro velo que oculte el humanísimo deseo de venganza) o la pena supuestamente ejemplarizante son físicamente incapaces de restituir el bien arrebatado. De ahí la tentación siempre presente de invocar la justicia divina ante la impotencia irremediable de la justicia humana, siguiendo una firmísima constante entre los pensadores judíos.Sucede, además, como ha repetido Reyes Mate desde su incuestionable magisterio en el tema, que las leyes penales están pensadas desde la perspectiva de los verdugos (su castigo o su redención) y no de las víctimas; que su elaboración se hace desde el interés de los vivos (la paz futura) y no desde la óptica de los muertos (la memoria de un pasado que los propios mecanismos jurídicos se apresuran a borrar y cancelar, en forma de prescripciones, remisiones de las penas, indultos...); y que la ración de justicia que suministran es raquítica. Y, a pesar de estas insuficiencias, algunas víctimas reconocen (recientemente, Pilar Manjón), gracias a la lucidez de sus expectativas, confiar en la ley y en quienes desempeñan el nobilísimo y complicado oficio de aplicarla.Complicación que deriva de la necesidad de simultanear un doble ejercicio interpretativo: de las normas que describen hechos hipotéticos y de acontecimientos de la vida real que es preciso moldear en realidades tipificadas. Desconozco el nivel de conocimientos sobre teoría y técnicas de la hermenéutica exigidos para acceder a la profesión. Pero me temo lo peor cuando escucho a un juez decir rotundamente 'la ley es la ley' o 'los hechos son los hechos'; o cuando la última declaración institucional de la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial alude a la aplicación 'objetiva' de la ley. Nunca es demasiado tarde. Monsieur Jourdain, el burgués gentilhombre de Molière, quedó pasmado al descubrir que hablaba en prosa sin saberlo. Tal vez un día no lejano algunos de nuestros más insignes jueces se percaten con asombro de que son hermeneutas de profesión; sencillamente lo ignoraban.
martes, febrero 20, 2007
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