miércoles, febrero 28, 2007

Vicios de periodistas

jueves 1 de marzo de 2007
Vicios de periodistas
El sentimiento es ambivalente. Desde la atalaya de la prensa escrita, se suele mirar a los periodistas de televisión como una casta inferior. Se les trata con disimulado desprecio, pero en el fondo late cierta envidia. No sólo hacia las estrellas que apalean millones, sino hasta del último «mindundi».
Solíamos bromear sobre ello -Enrique Serbeto, Fran Sevilla, Ramón Lobo, Gervasio Sánchez y el resto de la tribu de reporteros de guerra- pero nos fastidiaba un poco eso de subirnos al avión, tras pasar un mes arrastrando el culo por un campo de batalla, y ver que las azafatas no nos hacían ni puñetero caso y se derretían con cualquier nulidad, recién llegada al oficio, cuyo mérito era haber aparecido media docena de veces en pantalla.
Y el efecto perverso del tubo catódico no se percibía sólo en los aviones, sino también en los restaurantes, en las embajadas y hasta en las sacrosantas universidades. Todavía recuerdo con sonrojo una conferencia-debate, organizada justo después de la guerra de Afganistán, en la que los estudiantes hasta nos abuchearon a los que llegábamos agotados de Kabul, porque querían que dejáramos de contar batallitas y ver las filmaciones festivas de una colega televisiva que cubrió el conflicto a distancia y poniéndose muchos velos, pero sin siquiera cruzar la frontera.
Debo confesar que fue una dolorosa cura de humildad. De repente descubres que lo que nos obsesiona a los periodistas, no siempre interesa a la gente. También que no hay que ir a las trincheras para triunfar como reportero de guerra.
El autor de la mayor exclusiva de la II Guerra Mundial, no estuvo en el frente. Se llamaba William Leonard Laurence, había emigrado a EE.UU. desde su Lituania natal, había cogido su apellido de un cartel que atisbó en una calle de Boston y a los 51 años era un simple redactor en la sección de Ciencia de «The New York Times».
Fue el único periodista del mundo que vio despegar al Enola Gay a Hiroshima y autor de la exclusiva que al día siguiente llenaba 10 páginas del periódico.
Casi como los «expertos químicos» que pontifican cada mañana sobre los explosivos del 11-M.

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