miércoles, febrero 28, 2007

Ignacio Camacho, El espejo de Sarko

jueves 1 de marzo de 2007
El espejo de Sarko

IGNACIO CAMACHO

TIENE Nicolas Sarkozy un aspecto enjuto y enérgico, como de un pequeño Napoleón neogaullista, vibrante y fibroso, retórico y entusiasta, pura pasión política encerrada en un perfil esculpido en aristas de firmeza. Su discurso trepida en un verbo incandescente que llama a los viejos ideales del mérito, el esfuerzo, la ejemplaridad y el sacrificio; combate el falso igualitarismo proteccionista, predica el derecho a triunfar con el trabajo, exalta la creatividad y reclama el orgullo de la herencia liberal europea. Llama delincuentes a los delincuentes y terroristas a los terroristas, y habla con la determinación de quien empeña un compromiso en cada palabra. Un tipo sólido, en fin, este Sarko en quien la derecha española quiere espejarse con cierta sana envidia de su tirón efervescente y populista.
Más próximo a la obstinada determinación de Aznar que al sereno moderantismo de Rajoy, Sarkozy encarna a una derecha anclada en los valores republicanos de la libertad y el patriotismo. Su tradición laica le despega de los tics clericales y lo emplaza en las coordenadas del racionalismo y de la Enciclopedia. Por eso se puede proclamar heredero de Juana de Arco y de Danton, de los constructores de catedrales y de los redactores de la Enciclopedia. Hábil estrategia con la que, al declararse hijo de la ilustración y el regeneracionismo, le arrebata a la izquierda las banderas del progreso y la encierra en un rincón de estatalismos anquilosados, caducos intervencionismos y escleróticas recetas de ingeniería social.
Su ventaja respecto a los conservadores y liberales españoles es que vive en una nación unida que no siente complejos de serlo, y que si acaso tiene el problema colectivo de echar en falta la grandeza perdida de un pasado sin retorno. La otra noche, por ejemplo, en el Campo de las Naciones de Madrid, sonó «La Marsellesa» para cerrar el mitin que dirigió a los franceses residentes en España. Y nadie se llamó a escándalo, ni a nadie se le ocurrió protestar por la presunta apropiación indebida del himno nacional, ni nadie lo consideró una extravagancia patriotera. Pura normalidad: los asistentes se pusieron de pie, cantaron el «allons enfants de la patrie» y se marcharon tan tranquilos a sus casas. Algunos ni siquiera votarán a Sarko.
Porque, eso sí, esta fulgurante esperanza de la derecha europea aún no ha ganado nada. Su llamada al sacrificio, su discurso de virtud, merecimiento y disciplina social -«quiero un país en el que los alumnos se levanten cuando entra el profesor»- puede topar contra la pared pancista de una sociedad instalada en las éticas indoloras, la cultura de la queja, el crepúsculo del deber y el miedo a la libertad. La ambigüedad relativista y zapateril de Ségol_ne Royal acaso sirva de burladero para esos millones de ciudadanos que envuelven en el buenismo abstracto su alergia a las obligaciones cívicas y disimulan bajo la capa del proteccionismo su acomodaticia conformidad con un futuro de mediocridades sin zozobras. Quizá la apuesta comprometida y valiente de Sarkozy merezca la victoria, pero la Historia no es casi nunca como creemos merecerla.

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