miércoles, febrero 28, 2007

Soroa, ¿Cuando se subieron las pelotas a los tejados?

jueves 1 de marzo de 2007
¿Cuándo se subieron las pelotas a los tejados?
. M. RUIZ SOROA

La metáfora (sustituir una cosa por otra en un discurso para provocar así una imagen sugerente) tiene un uso más bien dudoso en la política. Aristóteles, que la consideraba lo más excelso de la creación literaria, la proscribía en el terreno político, pues allí no deben permitirse ambigüedades. Pero una corriente de pensamiento más moderna, que va de Nietzsche a Hanna Arendt, pasando sin duda por Ortega y Gasset, hace un uso intensivo de ella, tratando las metáforas visuales como 'andadores de la mente'.Hay un nivel de utilización en el que la metáfora es transparente y se reconoce como tal: en nuestro particular 'conflicto' se ha hecho uso y abuso de ellas, aunque en general han sido muy pobretonas. Ningún creador literario habría recurrido a una metáfora tan obvia como la luz al final del túnel (que además podía ser la de un tren que viniera de frente), por gastada y manida durante siglos (la luz del faro en la mar, el farol en la niebla, la lucecita de El Pardo, etcétera). Los trenes y su capacidad para discurrir por vías paralelas, para marchar uno contra otro o para descarrilar han sido un fértil granero para 'metaforeadores' mediocres como Madrazo. El lehendakari tampoco ha sido particularmente afortunado con las que le suministra su 'think tank': recuerdo una época en que se hartó de decirnos que él quería construir en el cauce central de la sociedad, no en las orillas como hacían otros. Cualquier ingeniero de caminos le habría indicado que lo que proponía era una temeridad manifiesta, que en los cauces es mejor no construir. Probablemente, el político más inspirado en la materia, aunque muy desgarrado siempre, ha sido Arzalluz, cuyas metáforas tenían la virtud de no dejar indiferente a nadie («estamos como Cristo entre los ladrones», «nos tapamos la nariz para gobernar con ellos», «independencia para sembrar berzas»).Hay otro nivel de metáforas que exigen un estudio genealógico para resultar comprensibles (lo que significa que son pésimas como tales). Últimamente ha comparecido, al hilo del 'proceso', la imagen de las pelotas yendo de un tejado a otro, un dicho de confección tan compleja como absurda. De hecho, el idioma castellano poseía de antiguo una metáfora compuesta de pelotas y tejados para suscitar la idea de incertidumbre: 'la pelota está en el alero' (puede caer para cualquiera de los lados). Pero llegó otra parecida desde el mundo anglosajón, 'la pelota está en su campo', originada en juegos como el tenis, en el que cada jugada va por turno de uno a otro contrincante. Naturalmente, con esa mezcla de ignorancia y atrevimiento que caracteriza al hablante hispánico, a alguien se le ocurrió fusionarlas: 'la pelota está en tu tejado'. El sentido quiere ser el de la inglesa ('te toca a ti'), pero se recurre a la imagen plástica de los tejados, lo cual es plenamente absurdo e hilarante. Nadie entendería que si por rara casualidad hay una pelota en su tejado, debe inmediatamente recuperarla y arrojarla al tejado del vecino. Todo lo más, se quedaría con ella. Ni es fácil visualizar a los contrincantes dialécticos subidos en los tejados y arrojándose por turno las pelotas. Es un juego todavía inédito, aunque quizás con el tiempo llegue a sustituir al frontón. Sin embargo, la construcción de esta defectuosa metáfora tiene una virtud: la de que subraya muy bien la lejanía y el aislamiento recíproco en que se sitúan en nuestro país quienes discuten. No se sienten próximos, como indica la imagen del campo dividido por una red, sino altivos, aislados, subidos cada uno en su tejado y arrojándose la bola violentamente. Más que compartir un terreno, se encastillan en su torre. Conecta muy bien con la todavía actual reflexión de Ganivet, la de que en nuestro país las ideas suelen ser picudas, circunflejas, hechas para zaherir y molestar más que para entenderse.Pero hay otro nivel más profundo, el que señalaba Nietzsche al decir que lo que cada grupo humano tiene por realidad está constituido por ilusiones que se ha olvidado de que lo son, por metáforas que con el uso reiterado y compartido se han reificado y han venido a tenerse por 'las cosas tal y como son'. Se trata del nivel del 'imaginario colectivo' en el que, ciertamente, son las metáforas las que nos piensan a los humanos, y no al revés como queremos creer (Emmanuel Lizcano). Las más obvias a este nivel son las metáforas colectivas del tipo 'los vascos', 'los españoles', 'el pueblo', a las que atribuimos una permanencia e identidad a lo largo del tiempo sencillamente absurdas y que, sin embargo, no podemos dejar de pensar como reales. Nuestro propio lenguaje nos obliga a proferir sentencias tan asombrosas como las de que Séneca o Trajano eran españoles, o que, como este mismo periódico titulaba alborozado hace meses, 'los vascos colonizamos Inglaterra en el Neolítico'. Más aún, tendemos a reforzar esa percepción de nuestra identidad esencial permanente («a prueba de milenios», decía sardónico Américo Castro) con absurdos argumentos. ¿Quién no ha escuchado en nuestra televisión vasca la idea de que 'sólo veinte amonak nos separan del vasco del tiempo de los romanos'? Cuando, en realidad, basta un somero cálculo de abuelos por generación para ver el abismo multitudinario que realmente nos aleja de él.Otra metáfora que se ha convertido ya en noción asumida es la de las 'raíces', la de que todos tenemos raíces, como personas o como colectividades. Y, sin embargo, es bastante obvio que lo que nos caracteriza a los seres humanos es, precisamente, que en lugar de raíces poseemos pies, que no estamos atados al suelo. Pero esta evidente constatación desaparece subsumida por la metáfora de las raíces, en virtud de la cual todos nos sentimos atados a un cierto pasado imaginario y limitados por la herencia recibida (que, tampoco se sabe muy bien por qué, debemos conservar, en lugar de malgastar o dejar en el desván de los trastos inútiles). La metáfora de las raíces, aunque no seamos conscientes de ello, es una restricción fortísima a nuestra libertad para imaginar el futuro, porque, como muy bien ha observado Amin Maaluf, es la imagen de algo que sostiene de pie y alimenta al árbol, pero también de algo que lo mantiene cautivo desde que nace y lo nutre a cambio de un chantaje: ¿Si te liberas, te mueres!

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