lunes 26 de febrero de 2007
Las víctimas
EL OBSERVATORIO
Germán
Yanke
UNA vez más, como ocurrió el sábado, las víctimas del terrorismo de ETA y muchas otras personas que las acompañan, han tomado la calle para protestar -de manera general o sobre algún asunto concreto- contra la política antiterrorista del Gobierno, contra una actitud que engloba el «proceso», la «salvación» de una parte de la Izquierda Abertzale, el empeño por evitar problemas con ETA o con su «entorno», la creación de condiciones que den lugar, otra vez (por decirlo eufemísticamente), a una «solución dialogada». Son ya muchas las manifestaciones y concentraciones públicas, y con una asistencia más que significativa, como para que el Gobierno no constate un problema que, en vez de sortear, debería solucionar.
Las víctimas de ETA, a lo largo de estos tremendos años de terrorismo, han recorrido un trecho que merece la pena reseñar. Durante mucho tiempo fueron olvidadas, ocultadas, y su silencio atormentado se convirtió, desgraciadamente, en una segunda muerte añadida a los asesinatos de la banda. El modo en que soportaron esta doble tragedia tiene que ver, me parece, con el acomplejado ambiente social que España ha vivido muchos años ante el terror. No está de más recordar que Primo Levi, al preguntarse por el modo en que se padecía en los campos de concentración, reflexionaba sobre una degradación de los parámetros morales, fruto de la continuada violencia, que terminaba llevando a una reacción más pasiva de la que se habría dado en circunstancias normales.
Quizá nosotros no hemos reflexionado lo suficiente sobre tanto complejo y pusilanimidad ante el chantaje nacionalista y sus manifestaciones terroristas. Nos consolamos olvidándolo, dejándolo a un lado, al cambiar afortunadamente de actitud. Hay que tener en cuenta que, desde las elecciones de 1977, hubo que esperar a la reforma de la Ley de Partidos y a la consiguiente ilegalización de Batasuna para que los dos grandes partidos trabajaran juntos sin la condición previa de intentar, con la rebaja de los planteamientos propios, el pacto con los nacionalistas. Se modificó temporalmente el paradigma y se olvidó el examen de conciencia sobre lo que había ocurrido.
Puede que a ello se deba la fragilidad del cambio, al menos en buena parte de la izquierda. Por ello, las víctimas del terrorismo, apartadas antes, visibles después, pero siempre como acompañantes fieles, han terminado por representar públicamente un malestar que no puede dejarse, otra vez, de lado.
Ya sabemos que el Gobierno insiste en que el respeto y el cariño institucional (si es que existe tal cosa, lo que dudo) a las víctimas no implica que estas tengan el derecho de determinar la política, algo que corresponde a la soberanía nacional. No le falta razón. Las víctimas del terrorismo no tienen razón por el hecho de ser víctimas, no saben más que nosotros, no quedan santificadas a perpetuidad, no sustituyen la democracia. Pero sí representan una verdad que ni el Gobierno ni la sociedad española pueden olvidar. Son víctimas, con vidas dispares, ideas distintas y recorriendo senderos muchas veces contradictorios, porque hay verdugos. Y si nos preguntamos cómo ha sido posible que, con diabólica constancia, respondiendo a un plan bárbaro, hayan sido asesinados, agredidos y amenazados tantos, debemos concluir que la respuesta es que ante los agresores culpables, son víctimas inocentes. No estaban en guerra, no deseaban imponer nada, son inocentes que querían vivir en libertad.
Ésta es su verdad y, desde luego, es una verdad imponente. Y con ineludibles consecuencias. Lo que debemos a las víctimas -nosotros y el Gobierno, de manera especial y específica- no tiene su fundamento en una sintonía personal con ellas, ni en gustos similares o ideas políticas parecidas. Lo que les debemos tampoco se basa en que sus representantes acierten o no en sus estrategias o en su tono, que me parece, sincera y apenadamente, que en ocasiones no lo hacen. Es, por el contrario, una deuda con lo que significan en este momento de la historia de España y, de este modo, con nosotros mismos.
En primer lugar, les debemos el reconocimiento y el homenaje de su inocencia, es decir, el carácter de símbolo de una ciudadanía plural que ha sido y sigue siendo agredida por el terrorismo totalitario. El reconocimiento implica, naturalmente, el calor y la solidaridad con los que sufren. En segundo término, les debemos -y nos debemos- el reconocimiento, insisto, de su verdad: que ese sufrimiento es porque hay verdugos, no por una desgracia natural o un imperativo histórico. Y, en tercer término, les debemos -y también a nosotros- el compromiso por buscar la justicia, algo que a menudo puede asustar y que, seguramente, es lo que se quiso evitar apartándolas o se quiere evitar ahora convirtiéndolas, vergonzosamente, en un obstáculo para la «paz».
El argumento, tan usado, de que el apaciguamiento del terror, que implica como se ha reconocido públicamente una política de acercamiento, aunque sea a su entorno, es para evitar que haya más víctimas y más sufrimiento es, por todo ello, una falacia. La justicia cedería paso a la estrategia. No es algo muy distinto de considerar el sufrimiento padecido, hasta ahora algo inútil, al dejar de tratar al verdugo como verdugo. Albert Camus prologó el libro dolorido de la viuda de una víctima del nazismo y escribió lo que sigue: «Y si un día, como usted teme, sus hijos claman que hubiesen preferido un padre vivo a un héroe muerto, limítese a decirles que también él hubiese preferido vivir para ellos, y para sí, que un hombre necesita, para aceptar el dolor corporal y la agonía, razones muy terribles. Y esas razones provienen del amor a los suyos».
Si el Gobierno, empeñado en el desprestigio de las víctimas de ETA, abonado a subrayar las posibles contradicciones fruto de su espanto, no repara en que no es posible una política antiterrorista contra ellas, todo terminará desmoronándose. Porque las opciones, más allá de la retórica, sólo son dos: o se está con ellas o se está con los verdugos.
domingo, febrero 25, 2007
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