jueves, febrero 01, 2007

Ferrand, Un pais de locos

viernes 2 de febrero de 2007
Un país de locos

M. MARTÍN FERRAND
LA acreditada asesina etarra Belén González Peñalba, «Carmen» para el mundo delictivo que se dice «patriota», remató su presencia ante la Audiencia Nacional con un fervorín reivindicativo de los derechos «de las naciones existentes en España». Debemos alabar su sincera y esquemática claridad. Para llegar a muy parecida conclusión, el lendakari Juan José Ibarretxe se anda por las ramas y, en el marco de su disparatada campaña contra el Poder Judicial, asegura que España es «un país de locos». No le va a la zaga el pescozudo Josep Lluis Carod-Rovira que, en un gesto definidor, le ha comunicado a Miguel Ángel Moratinos, el pánfilo, que la Generalitat se dispone a abrir oficinas -¿embajadas?- en París, Roma, Lisboa, Buenos Aires...
No tiene mucho sentido que, en un ejercicio colectivo de complicidad para la ignorancia, sigamos pasando por alto el hecho de que el cántaro del Estado se ha hecho añicos y que su contenido, si alguna vez lo tuvo, se desparrama por un territorio con más vocación de puzle que de mosaico. En el primero, las piezas se quitan y ponen a capricho del jugador y, en el segundo, las taselas quedan presas por la masa que arma el conjunto y le da forma, función y, en lo posible según la resistencia de los materiales, perennidad. El mal uso, y el abuso, del Título VIII ha desvirtuado el sentido que la Constitución, respetuosa con el pasado histórico, quiso darle a una España descentralizada y democrática.
¿Anclaremos nuestro futuro en un Estado espectral de «naciones» enfrentadas y formas democráticas meramente nominales? José Luis Rodríguez Zapatero, que no ha ahorrado esfuerzos para llegar a la situación presente, parece tenerlo claro. El federalismo es, junto con ajustar las cuentas del pasado, la luz que refleja su profunda opacidad; pero, ¿es compatible el federalismo deseado con el nacionalismo instalado? La ciencia política no lo cree y la praxis vivencial conoce en su propio lomo el peso de una carga que tiende a multiplicar por 17 el peso de la carga del Estado.
Si nuestros representantes, además de serlo verdaderamente, tuvieran mayor talla política de la que aparentan con sus conductas, podrían reunirse para, «como si» Francisco Franco acabara de morir, reiniciar el proceso de la Transición y la redacción de una nueva Constitución sin posibilidad de tantas interpretaciones. Volveríamos a estar todos cuerdos y la propuesta de «embajadas» catalanas, una ximpleria, merecería el rechazo de sus proponentes por razones, al menos, de eficacia, economía y razón. El «como si» no debe escandalizarle a nadie. Es la expresión mágica de nuestro acontecer histórico. Vivimos «como si» tuviéramos un Parlamento representativo y un Gobierno, «como si» nos amparara la Justicia y «como si» los poderes del Estado mantuvieran las distancias que marca el reglamento. «Como si» fuéramos ciudadanos.

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