viernes 2 de febrero de 2007
Embajada en Perpiñán
IGNACIO CAMACHO
SI algún detractor apocalíptico del Estado de las autonomías hubiese pronosticado hace pocos años que el ministro español de Asuntos Exteriores iba a recibir en su despacho, con honores de embajada, al vicepresidente de Cataluña, le habríamos tachado de orate reaccionario o tomado por un pobre majara intoxicado hasta la demencia, como Don Quijote, por una excesiva dosis de lecturas de Vizcaíno Casas. Pues esa hipótesis esperpéntica, esa calentura de sainete, acaba de tomar cuerpo en Madrid, donde el jefe de una de las diplomacias más antiguas de Europa ha otorgado rango de visitante soberano a un sedicente encargado de las «relaciones internacionales del Gobierno catalán» (sic), quien le ha informado con toda solemnidad de sus intenciones de abrir representaciones oficiales catalanas en Francia, Portugal, Marruecos y, por supuesto, Andorra. Y eso ha ocurrido con apariencia de plena normalidad, con sonrisas, talante y buen rollito, sin que nadie se pregunte qué clase de broma es ésta y cabe suponer que con el visto bueno de un presidente al que no parece importarle la bufonada. Antes al contrario, es probable que le resulte de lo más moderna, dialogante e innovadora.
Que los protagonistas de la escena hayan sido Moratinos y Carod Rovira, estrafalarios personajes del bululú tragicómico en que se ha convertido la política española, puede conferirle a la pantomima un cierto aire de mascarada grotesca, pero no resta gravedad al asunto; antes bien, se la otorga en grado máximo habida cuenta de que tales minervas ostentan de modo efectivo dos cargos de primerísimo orden en la escena pública. Porque lo escalofriante de la cuestión es que, en efecto, Moratinos es ministro de Exteriores en ejercicio (?) y Carod, vicepresidente de la Generalitat. Y que la reunión del Palacio de Santa Cruz -nada menos- se ha celebrado con toda seriedad, por mucho estupor que cause.
Que esta fantasmada se le haya ocurrido al estrambótico líder de ERC resulta por completo coherente con su delirante imaginario que considera a España «el país vecino». Pero que le dé cuerpo al esperpento el ministro responsable de la diplomacia nacional -competencia exclusiva, artículo 149 de la Constitución aún vigente- eleva el desatino a la categoría de mayúscula insensatez, de superlativo desvarío, si es que quedan superlativos en el diccionario para definir esta escalada de enajenaciones. Porque parecía que los despropósitos del Gobierno en materia territorial habían tocado fondo en la demencial deriva de los estatutos virreinales, con sus blindajes de ríos y sus folclores nacionalizados, pero está claro que la realidad puede rebasar la más fértil capacidad de asombro. Como escribió Ferlosio, vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Aunque no haya peor ceguera que la del que cierra los ojos.
Pronto ya nada podrá extrañarnos. Ni siquiera que la futura «embajada» catalana en Francia se acabe instalando en Perpiñán.
jueves, febrero 01, 2007
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