viernes 2 de febrero de 2007
Venganza y justicia
M. RODRÍGUEZ RIVERO
BUENAS y malas noticias para los abolicionistas. Primero, las malas. Por vez primera desde 1954, un tribunal federal del Estado de Nueva York ha condenado a muerte a un procesado. De confirmarse la sentencia, tras el complicado sistema de apelaciones que los abogados ya han puesto en marcha, el joven Ronell Wilson, declarado culpable del asesinato de dos policías, será ajusticiado mediante el «más humano» procedimiento de la inyección letal.
La sentencia se ha producido en un clima de gran tensión emocional en el que han pesado no sólo las repugnantes circunstancias de ambos crímenes (una serie de disparos a quemarropa y por la espalda realizados en el interior de un coche), sino la enorme presión ejercida sobre el jurado por los familiares de las víctimas y sus compañeros del Departamento de Policía de Nueva York. El comportamiento del acusado, que en ningún momento ha manifestado la menor señal de arrepentimiento, tampoco ha facilitado las cosas.
Como se sabe, en Estados Unidos -al igual que en China o que en diversas dictaduras o teocracias islámicas-, la pena de muerte sigue vigente. Y de qué modo: desde 1977 se han producido 1.061 ejecuciones en 38 de los 50 Estados. Y las cosas empeoran: desde hace algunos años los fiscales federales tratan de «federalizar» los casos estatales para poder aplicar la máxima pena sin cortapisas. Y en Nueva York han conseguido una vez más su objetivo: desde hace un par de días Ronell Wilson forma parte de los 46 reos que esperan revisión, apelación, indulto o ajusticiamiento en el corredor de la muerte.
A comienzos del siglo XXI la abolición de la pena de muerte parece un hecho irreversible en la Unión Europea. Sobre todo porque, para los legisladores de la «vieja Europa», la supresión del castigo capital, más que vincularse en primer término a argumentos de carácter económico (como ocurre entre los abolicionistas de EE UU, que explican que una ejecución puede ser más cara para el contribuyente que la cadena perpetua), o de eficacia (nulo poder disuasorio, posibilidad de errores irreversibles), se relaciona básicamente con el derecho inalienable de cualquier persona a la vida. Incluyendo -aunque a veces tengamos que apretar los puños- a los más odiosos criminales. En España, donde la abolición está sancionada por la Constitución de 1978 -cuando todavía pesaban en la Opinión las últimas ejecuciones de la dictadura-, también es ya una conquista plenamente incorporada al sistema de valores de la Comunidad, como una frontera infranqueable entre la justicia y la venganza. Ningún partido parlamentario aboga por la revisión del artículo 15. Y ni siquiera en medio de dramáticas circunstancias preñadas de carga emocional (el 11-M o los juicios a terroristas acusados de asesinatos múltiples) la gente -incluso los familiares de las víctimas- manifiesta la menor veleidad de vuelta atrás.
La buena noticia tiene que ver con lo anterior. El pleno del Parlamento Europeo aprobó ayer, por amplísima mayoría, una resolución pactada por todos los grupos mayoritarios en la que se exige una «moratoria universal» en la aplicación de la pena de muerte. En ella se reclama la suspensión inmediata e incondicional de las ejecuciones en aquellos países en los que todavía se mantiene la pena capital. Y, lo que es más importante, se delega en la presidencia de la UE la tarea de presentar en la Asamblea General de ONU una propuesta de resolución para suprimir la pena de muerte en todo el mundo.
Ya sé que todo esto suena un poco utópico. Pero todo lo que se acaba consiguiendo comienza en un sueño. Y si un día todos nos pusiéramos de acuerdo en abolir para siempre esa arbitraria usurpación de derechos que supone la pena capital habríamos dado un enorme paso en la dignificación de la especie. Hoy por hoy, nos sigue haciendo falta.
jueves, febrero 01, 2007
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