jueves, febrero 01, 2007

Felix Arbolí, Cronica de una noche invernal

viernes 2 de febrero de 2007
Crónica de una noche invernal
Félix Arbolí
A CABO de dejar el ordenador, mi compañero habitual desde la jubilación y a pesar de la calefacción que gozo en el interior, adivino en el ambiente de la noche un frío intenso, ese que te cala hasta los huesos y te forma diminutos carámbanos en las fosas nasales. Me asomo a la ventana y observo el oscuro panorama tras los cristales. Las altísimas farolas de la calle, apenas reflejan su luz sobre el asfalto y los edificios que rodean mi vivienda. Son las tres de la mañana y a esa hora, con esa temperatura, los vecinos duermen apacibles mientras sus viviendas quedan en la más completa oscuridad. A veces, sube o baja un coche a todo gas por la larga calzada o se detiene un autobús nocturno, muy de tarde en tarde, ya que existe una parada frente adonde vivo. No hay nadie esperando, pero se baja una joven, exageradamente arropada, que al sufrir el contraste entre el calorcillo del interior del vehículo y la helada callejera, se afana aún más en ocultar al ambiente la más insignificante parte de su cuerpo que no se halla protegida. Imposible advertir cualquier rasgo que pueda identificarla. Por sus pasos y la forma de su cuerpo, a pesar de tanto ropaje, parece joven. Anda rápida no se si por entrar más pronto en calor o por librarse cuanto antes de la amenaza que puede acecharle a esa hora y en tan completa soledad. No sería el primer asalto o susto que se diera en algunas calles y plazas de este barrio donde la droga y el atraco parecen gozar patente de corso. La joven de esta historia continúa su rápida marcha sin novedad y desaparece por una de las calles laterales. Mientras ha estado bajo mi posible observación, no ha ocurrido nada anormal. Quedo tranquilo, aunque no dejo de pensar en lo que pueda pasar, fuera ya de mi control hasta llegar a su domicilio. Un indigente, esa impresión me da su indumentaria y aspecto desde la altura de mi tercer piso, aparece por una calle de abajo y pasa ante mi ventana. No va tan abrigado y protegido contra el frío como la anterior, pero lleva una botella en la mano que se lleva con frecuencia a la boca y da un largo trago. Es su calefacción personal. Como si se tratara de un cochecito de bebé, empuja un carro de los usados en los supermercados, lleno hasta los topes de envoltorios, viejos utensilios y los más diversos y desechables objetos que uno pueda imaginar y su excesivo peso, le hace subir la cuesta lentamente y con evidentes esfuerzos. El calorcillo del morapio barato que ingiere sin cesar, le hace desafiar el tremendo frío que domina el ambiente y que él no parece sentir con la lógica intensidad. En su lento caminar, hace continuas paradas en los cubos y contenedores de basuras, donde busca y rebusca intentando hallar algo que aumente su extraña carga. A veces, la suerte acompaña su empeño y un bocadillo a medio terminar, alguna fruta apenas iniciada o pasada y cualquier otro alimento que ha ido a parar a los desperdicios por causa no determinada, alivian su hambre. El sobrante lo envuelve en el primer papel que encuentra a mano y lo deposita en su carro. Atrae su atención y pasa a engrosar su singular colección un paraguas con varias varillas sueltas, una chaqueta que se prueba y deja puesta y un objeto alargado que desde mi ventana me es difícil identificar, pero que para él debe suponer un valioso hallazgo viendo el interés con que lo examina una y otra vez. De cubo en cubo, incluidos contenedores, el mendigo llega hasta la esquina, cruza la calle sin prisa ni precaución ante el inexistente tráfico y se pierde rumbo a la calle por donde se adentró la joven del autobús. La oscura soledad de la noche cuajada de estrellas brillantes, que parecen hacer guiños desde sus distancias siderales cuando las miramos, me envuelve por completo. Sólo la luz de mi salón permanece encendida como una especie de centinela en estado de alerta. El sonido de la televisión que no veo, ya que se encuentra a mi espalda, me indica que están reponiendo una película que ya he visto varias veces y la recuerdo con enorme precisión, aparte de haber leído también su famosa novela. Se trata de “Los hermanos Karamazov”, donde la protagonista María Schell, ha sido una de mis favoritas allá por los años cincuenta. En una de las ventanas de frente, donde viven dos parejas sudamericanas jóvenes, se enciende una luz y a través de los visillos que cubren la ventana advierto a una de las chicas, no muy cubierta por cierto, que recorre la habitación y se pierde por una puerta del fondo. No tarda mucho en regresar y desaparecer ya que la cama está más baja que el ventanal. Instantes después, se apaga la luz y vuelve el silencio total a adueñarse de la situación del exterior. Esa inesperada aparición casi al desnudo, sorprende mi estado de ánimo y me hace recordar años y acontecimientos vividos e irrepetibles. Despierta un poco mi dormida líbido. Vuelvo a la butaca ante la ausencia de sueño, incentivado posiblemente por los acontecimientos de esa noche y cambio de canal, previo el correspondiente “zaping”, encontrándome ante un documental sobre la guerra civil española. Forma parte, por lo visto, de la serie que están poniendo con motivo de la vigencia que está tomado el tema tras la “memoria histórica” avivada por Rodríguez Zapatero, el presidente del gobierno. Este trata sobre los “maquis”, residuos del ejército rojo que permanecieron en España tras la derrota y final de la guerra, escondidos en las montañas, saboteando y dando quebraderos de cabeza al gobierno con sus inesperadas escaramuzas, secuestros y todo tipo de actos hostiles repelidos por la Guardia Civil que era el cuerpo encargado de darles caza. Entrevistaban a algunos supervivientes y a familiares de los fallecidos por edad o en esas luchas clandestinas. Por lo visto, según contaban, el Partido Comunista con Carrillo al frente, les dejó abandonados cuando les prometieron cobertura, armas, hombres y toda clase de ayudas desde el exterior a una ofensiva conjunta que iban a realizar en las regiones del este de España, aprovechando el final de la guerra europea y el triunfo de las democracias. Me figuro que no lo dirían por Rusia. El Partido les falló y se encontraron abandonados a su suerte, sin armas, ni ayudas. La operación fue un desastre y murieron y fueron hechos prisioneros la mayoría de los que hasta entonces vivían a salvo en las montañas. Incluso hablaban de una posible filtración al enemigo sobre sus intenciones y el lugar del encuentro, pues fue una emboscada lo que les recibió cuando ellos trataban de sorprender al enemigo. Cansado de tanta historia ya obsoleta y de unos personajes vivos o muertos que eran vestigio de un pasado lejano, apagué la caja tonta, tomé mi “trankimazín” y tras la obligada parada en el cuarto de baño, me sumergí entre las sábanas, cubriéndome con una manta y la colcha, a pesar de la calefacción, para entregarme durante unas horas en los cálidos brazos de Morfeo, buscando un mañana igual o mejor, si fuera posible. Mis últimos pensamientos, no se por qué extraña circunstancia fueron para la joven del autobús y el mendigo del carrito. ¿Habría llegado ella sin novedad a su casa?.¿Hasta cuando estaría recorriéndose cubos y contenedores de basuras el extraño personaje?. ¿Cuántos buscones de este tipo andan activos las noches madrileñas mientras nosotros dormimos placidamente?. ¿Quién vela por estos “pobres de solemnidad”, (como los llamaba una dama tan cursi como de engañosa caridad), que nada tienen?. Hasta los inmigrantes vivían ya en pisos resguardados del intenso frío invernal y cuando llegaban eran recibidos y atendidos con mantas, alimentos calientes, cuidados médicos e instalados en edificios que los resguardaban del riguroso clima que estamos padeciendo. ¿Y de éstos españoles quienes se ocupaban?. Iba a iniciar una extraña historia un tanto escabrosa teniendo como protagonistas a mis dos personajes de la noche, dejando vagar libremente mi fantasía, cuando la píldora para el sueño, hizo su efecto y me quedé dormido profundamente. Al día siguiente cuando me desperté y levanté, la calle bullía de coches en ambas direcciones y excesiva velocidad, los comercios ofrecían sus productos lo más atrayente posible y un público variopinto recorría las aceras cargado con bolsas y paquetes. No se parecía en nada al tenebroso escenario de la madrugada anterior. Ni siquiera los cubos de la basura estaban visibles en su sitio habitual. Pero el hombre del carrito, hurgando en los desperdicios ajenos, permanecía fijo en mi retina y me di cuenta una vez más lo mucho que debo agradecer a Dios y a mi familia, tener mi comida en el frigorífico, la calefacción aislándome del frío y una cama cómoda y confortable donde esperar plácidamente al nuevo amanecer. Mi vecina de enfrente, airosa y diligente, limpiaba los cristales de puertas y ventanas ajena al espionaje nocturno al que estuvo inesperadamente sometida.

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