viernes 23 de febrero de 2007
Sobre el laicismo
EDUARDO SAN MARTÍN
AL cardenal arzobispo de Madrid le atormenta el laicismo, al que considera, junto al agnosticismo y el relativismo, fuente de casi todos los males que padece la España contemporánea. Lo afirmó con toda solemnidad la semana pasada y lo ha repetido ayer mismo. Para descifrar diagnóstico tan severo y examinar la panoplia de los síntomas que le conducen a juicio tan tajante, y antes de escrutar cuáles son las causas y cuáles los efectos, merece la pena detenerse en lo que monseñor Rouco entiende por laicismo y lo que define como tal la Real Academia de la Lengua.
Para la docta institución, laicismo es la «doctrina que defiende la independencia del hombre, de la sociedad y del Estado de toda influencia eclesiástica o religiosa». A primera vista, resulta un tanto extremado atribuir la responsabilidad de todo género de males a un principio vigente en muchas democracias modernas que no parecen tan enfermas. Lo que predica un laicismo así enunciado no es la «muerte de Dios», como podría deducirse de las pesadumbres del cardenal, sino la «independencia» de los sujetos para actuar en la vida pública sin presiones de orden religioso, cualquiera que sean las convicciones del propio sujeto, y la de los estados para organizar la sociedad al margen de la confesiones de sus ciudadanos, aunque éstas sean mayoritarias. Ningún laicismo activo podrá borrar, en todo caso, el inevitable sello que imprimen en el nervio moral de una sociedad las creencias religiosas de sus individuos, por muy laico que se declare el estado al que pertenece. El ejemplo de Estados Unidos es ilustrativo: nos explica cómo estados formalmente laicos pueden albergar sociedades con un músculo religioso capaz de influir en toda la vida política del país.
Sin embargo, para el cardenal laicismo equivaldría a una especie de pulsión política por eliminar todo rastro religioso de una sociedad determinada, lo que no es el caso en la definición académica y no parece serlo, en mi opinión, en la realidad española de hoy. Constatado, pues, que seguramente no hablamos de las mismas cosas, nadie puede negar al arzobispo de Madrid, sin embargo, el derecho a denunciar lo que él considera un mal, llámese como se llame.
Para caracterizar esa plaga, monseñor Rouco señala síntomas alarmantes: vivimos en una sociedad donde «sólo interesa lo que sirve para obtener poder», reina una «dictadura del relativismo» y «se defiende el que no hay verdad», todo lo cual «amenaza la existencia de la democracia». Cierto que conductas como las que enumera el cardenal colocan a nuestro país «en una situación muy parecida a la de los años treinta», pero se le puede encarecer que, antes de salir de misión por esos caminos de Dios, donde seguramente encontraría no pocas, buscara más cerca algunas causas de ese estado de cosas: lugares bajo la égida episcopal desde donde se pondría en riesgo la convivencia entre españoles y, por tanto, la propia democracia; donde mucho de lo que se predica está al servicio de la obtención de poder y desde donde se juzgan personas e instituciones en el ejercicio permanente de un relativismo moral escandalizador.
España pierde nervio religioso. En eso los obispos tienen razón. Pero, ¿dónde está la causa y cuál es el efecto? Recordemos el ejemplo americano: un estado laico con una sociedad robusta en términos religiosos. ¿No será que la causa de todos los males que denuncia con razón el arzobispo de Madrid no es el laicismo, que no puede tanto frente a una sociedad armada moral y religiosamente, sino que ese alejamiento progresivo de la sociedad española respecto de la Iglesia, o la franca hostilidad contra una parte de ella, puede tener algo que ver con la imagen que de la propia Iglesia se proyecta desde alguna de sus tribunas? Existe, desde luego, un cierto tufillo a los años treinta en lo que denuncia el cardenal. Sobre todo en el mundo de las ondas.
Una palabra final sobre el poder de las mayorías parlamentarias, a las que alude también monseñor Rouco. De acuerdo; tales mayorías no pueden alterar ciertos principios morales, que deben quedar a resguardo de las contingencias de las políticas concretas. Pero, una vez más, la formación de esas mayorías no tiene por qué ser el efecto de esa causa general que el cardenal identifica con el laicismo. Estados Unidos, de nuevo: allí, mayorías políticas nada laicas sostienen la pena de muerte, cuya defensa repugna a toda conciencia cristiana.
viernes, febrero 23, 2007
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