CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
La Babel de Idoia
Érase una vez una niña de Friol que al hacerse mayor quiso ser soldado. Érase una vez un niño de Shindand que fue obligado a dejar sus juegos para convertirse en un fanático. Ni ella sabía que al otro lado del mundo existía un país llamado Afganistán, ni él conocía nada más allá de las montañas. Ninguno de ellos podía sospechar que el destino tejería hilos misteriosos que harían que sus vidas se cruzasen.
Había una posibilidad entre muchos millones de que dos seres tan distantes llegasen a coincidir. Lo normal hubiera sido que Idoia siguiera su carrera militar sin sobresaltos, con la tranquilidad que da vivir en un lugar pacífico, sin conflictos en el horizonte. Seguiría regresando a su pueblo en las fiestas del patrón, orgullosa de servir en misiones de paz, como los misioneros de antes, formaría su familia, y le contaría a sus hijos batallas sin víctimas, y heroicidades en las que nadie mata, ni nadie muere.
Para ella y para muchos, ser soldado era una forma de practicar la solidaridad, no el odio. Quizá la decidió a dar el paso al frente uno de esos anuncios en los que el Ejército aparece como una oportunidad para ganar amigos, servir a los demás o aprender una profesión. No hay sangre en esa publicidad, ni lágrimas, sólo la sonrisa de chavales satisfechos que ayudan a gente necesitada de sitios atormentados, muy diferentes a Friol. Gente que corresponde con una sonrisa de gratitud por la ayuda que se les presta para salir del infierno.
Un infierno como el que habían establecido en Afganistán los maestros de ese niño anónimo de Shindand que colocó la mina bajo la ambulancia que conducía Idoia. Nadie se ocupó de él hasta que alguien decidió exportarlo en unos aviones que se estrellaron contra unas torres que debieron parecerle tan impías como la de Babel.
En ese momento, la historia dio un vuelco y los destinos de aquellas dos personas se fueron aproximando. Friol es parte de un Occidente que entiende que se ha declarado una guerra desconocida en la que no existen frentes precisos, pero que tiene en Afganistán la base más importante del enemigo. Es una guerra, aunque la sensibilidad de la gente y la hipocresía habitual de las autoridades políticas obliguen a disfrazar la palabra con todo tipo de subterfugios.
Idoia estaba en una guerra. De nada vale que su misión no incluyera la palabra maldita si los talibanes con los que combatía el niño de Shindand la veían a ella como un enemigo a batir. Puede que la diferencia entre los dos bandos sea que sólo los fanáticos que tienden la emboscada a la ambulancia tienen claro su objetivo, mientras que sus adversarios llevan buenos pertrechos bélicos pero escasa munición ideológica.
Ese joven de las montañas afganas no fue seducido por una publicidad que confunde a soldados y boy scouts. Tampoco cree en la fraternidad universal, ni en una alianza fraterna con los occidentales. La destrucción de las torres gemelas de la nueva Babilonia neoyorquina es el inicio de un conflicto largo en el que no es posible el armisticio.
Babel se titula precisamente una película todavía en cartel que enlaza destinos de gente que vive vidas alejadas. Una pareja de turistas americanos, unos pastores marroquíes, un empresario japonés, una asistenta mexicana... Un hecho fortuito los pone en contacto; el mundo se comprime para hacer que cada gesto de uno repercuta en los demás. Este argumento es más real y terrible. ¿Cómo explicárselo a la familia de aquella niña que quiso ser soldado? ¿Qué maldición unió a Friol y Shindand?
viernes, febrero 23, 2007
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