viernes 9 de febrero de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
El cuento triste de Érika
En los cuentos de princesas no hay hermanas. Cenicienta conoce al príncipe, después lo pierde, lo recupera más tarde gracias al zapato, y finalmente ingresa en la realeza. Muy bonito. Pero supongamos que tuviera hermanas, y que esas hermanas se quedaran como se quedó Érika, en tierra de nadie, ni plebeyas del todo, ni tampoco partícipes de la vida de palacio.
La prueba de que esa hipótesis es incómoda, está en que las historias y fábulas omiten esa posibilidad. Hay madrastras, hermanastras, seres fabulosos, brujas y demás, sin que nada se diga de la familia de la princesa. Queda excluida para facilitar el final feliz. Los parientes no principescos son un estorbo para el desarrollo de la historia.
Los cuentos de princesas reflejan un latente sentimiento democrático que hoy sigue vivo. Con el relato de la chica sencilla que es elegida por el príncipe, tras descartar a las damiselas de su condición, se esconde el deseo popular de que la Monarquía abra sus puertas al pueblo, permitiéndole al amor que franquee los fosos del castillo. Hablamos de un deseo antiguo y universal que se traduce en fábulas y leyendas oriundas de los sitios más distantes.
Es una forma de conciliar la democracia y la realeza. Esos cuentos, que se pierden en el tiempo y mezclan tradiciones antiguas, vienen a decirnos que la gente sencilla adora a sus monarcas, aunque les pide algún detalle que los haga más cercanos, como una boda que convierta en carroza la calabaza. A falta de una Monarquía parlamentaria, los cuentos fabrican Monarquías campechanas, capaces de fijarse en chicas que antes estaban sojuzgadas por una madrastra, o que ahora salían en la televisión.
Aquí ese cuento se hizo real para alegría de casi todo el mundo. Hubo aplauso general para la decisión de descartar a las jóvenes de sangre azul e incorporar al Olimpo real a un peatón. Hasta ahí, valían como manual los cuentos que narran la adaptación de la recién llegada a las costumbres de palacio, gracias al amor del príncipe.
Sin embargo, esas instrucciones nada dicen de las hermanas que se quedan al borde del camino. Su vida cambia, pero no está claro cómo. Ya no son como antes, sin que se pueda decir cuál es su nuevo estatus. No es lo mismo que ser pariente cercano de un ministro o presidente del Gobierno porque ambos son cargos pasajeros y terrenales. La Monarquía es casi un mito Érika era hermana de parte de esa mitología.
A pesar de las peticiones de prudencia, algunos ya se han puesto a la labor de hacer la autopsia de la fallecida. Sacan de la mesa de operaciones a Carmina, Encarna y Lola, para poner en su lugar a una mujer que sólo quería vivir su vida, que no le interesaba la fama y que tuvo que soportar una experiencia con pocos precedentes, la de ver a su hermana ingresar en un cuento sin retorno.
Uno de los crímenes más perseguidos en el antiguo Egipto eran los robos de tumbas porque se creía que los ladrones despojaban al difunto de su equipaje para el más allá. Aquí los hemos legalizado y enriquecido. Cualquiera puede irrumpir en la intimidad de un muerto para desentrañar sus sentimientos y ponerlos en la balanza del share. El clásico descanse en paz ya no se respeta. Al muerto no se le deja porque además tiene la ventaja de no replicar.
Pobre Érika. Como todas las hermanas de princesas, estaba en el cuento sin que se la viera,y se va sin decir por qué. La próxima vez que oigamos o contemos el de Cenicienta, pensemos en su hermana y pidamos para ella otro final.
jueves, febrero 08, 2007
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