miércoles, febrero 07, 2007

Blanca Alvarez, Dolor

jueves 8 de febrero de 2007
Dolor
BLANCA ÁLVAREZ b.alvarez@diario-elcorreo.com

Los dioses regalan el dolor a los hombres para que valoren el peso de la felicidad. Si pusieran ante las narices de nuestras hijas la dura tarea de sobrevivir que asumieron sus bisabuelas, se sentirían totalmente incapaces. A fuerza de algodones empapados con la dulce anestesia de la banalidad y bien alimentados de comodidad sin consecuencias, Occidente cuenta con una generación incapacitada para valorar el peso del dolor y caminar sobre las aristas de las desgracias con una cierta serenidad. Perdido el punto de la tragedia, habitamos en el melodrama.Hemos llegado a un punto de terror individualista suicida que terminará por extinguirnos a fuerza de repetirnos que el mundo gira en torno a nuestra persona y los pocos seres que consideramos nuestra familia, es decir, aquéllos que lo son por contrato civil y con derecho a heredar nuestros bienes. Como el resto del mundo no nos importa, cuidamos hasta la neurosis a los nuestros por puro pánico a la soledad. Con lo cual, regalamos a quienes decimos amar más que a nuestra vida un asfixiante amor condicional.Si la muerte se llevara a uno de nuestros hijos, maldeciríamos a todos los dioses, nos vestiríamos de luto eterno y nos refugiaríamos en una depresión permanente y ligeramente obscena. Que se mueran a diario miles de niños en pago a nuestro indiferente bienestar no nos causa ni el más ligero temblor.Yaye Bayen, mujer en Senegal, podía haberse abandonado al dolor por la pérdida de un hijo de manera tan trágica y nosotros habríamos comprendido su duelo de madre. Pero Bayen vive en África, donde sobrevivir es tarea de titanes y mujeres, habita un continente que no puede permitirse algodones y ellas, las madres, saben que otros han de seguir el camino abandonado por los muertos. Por algo son capaces de hervir piedras para que el ruido de la falsa comida preparándose al fuego ayude a dormir a sus hijos hambrientos. Primero lloró la pérdida, después miró a su alrededor e hizo lo mismo que nuestras abuelas: respirar hondo y buscar el modo de evitar otras muertes como la de su hijo. La dureza de África ha conducido a sus mujeres, sobre todo a ellas, a comprender la lección del dolor. Ahora lloran y rezan en la playa a sus hijos muertos, eso sí, después de trabajar para evitar que otros corran la misma desgracia.Educar es mostrar miradas diferentes sobre nuestro ombligo hasta llegar a ver el de los otros; preparar para aceptar, con dignidad, el lujo de vivir; poner sobre las heridas bálsamo, sosiego sobre los triunfos y distancia sobre todo cuanto nos es prestado un breve tiempo. Es regalar lágrimas que lleven a futuras sonrisas.

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