domingo, enero 07, 2007

Manuel de Prada, Moviles

lunes 8 de enero de 2007
Móviles

Hace unos meses recibí, a través de Imagine Ediciones, el encargo de escribir un cuento que incorporara a su peripecia el uso del teléfono móvil, ese cacharrito contra el que tanto he despotricado durante años. El cuento, según me indicaron, formaría parte de un libro colectivo en el que colaborarían hasta dieciocho autores contemporáneos, con el patrocinio de la empresa de telefonía Vodafone, que lo repartiría entre sus clientes por Navidad. Ahora que he podido leer (y palpar) el libro Dieciocho relatos móviles, me alegro de haber participado en el proyecto: es un libro hermoso, que excita en el lector esa lujuria casta que sólo provocan los libros editados con primor; y, además, me ha permitido compartir autoría con un puñado de buenos amigos: Fernando Marías, Espido Freire, Eugenia Rico, Ramón Pernas, Ángela Vallvey y tantos otros. Pero cuando me propusieron el encargo albergué mis reticencias. Diez años atrás, un periódico me había solicitado un cuento veraniego que incorporase a su trama las alteraciones que el móvil había introducido en nuestra existencia; por entonces yo no tenía móvil, incluso me había propuesto no tenerlo nunca. Aquel cacharrito se me antojaba un artilugio del Maligno, inventado para fiscalizar a los hombres, para hostigar la escasa libertad que les dejaba el tráfago de los días, para inmiscuirse en su precaria intimidad. Inevitablemente, el relato que escribí entonces incluía una feroz diatriba contra los móviles, y sobre todo contra sus fabricantes, que habían hecho su agosto creando una necesidad ficticia (una necesidad que antes de su invención no existía) y habían logrado imbuir entre los usuarios la creencia ilusoria de que el cacharrito de marras expandía su libertad, cuando en realidad la acosaba y restringía, al exponerlos a llamadas intempestivas del jefe de la oficina, del amigo plasta al que antes conseguía esquivar con no demasiado esfuerzo, de la suegra gritona y estrangulable. Los años han pasado, implacables, y aquellas diatribas contra el móvil se han quedado un poco obsoletas y descangalladas, como trastos de un bazar devorado por el polvo. Sobre este asunto se habló en la presentación del libro Doce relatos móviles en Madrid: los escritores de mi generación (como a los escritores de generaciones anteriores les ocurrió con la informática), a pesar de nuestra juventud, mirábamos en su día con un recelo casi patológico la invención del teléfono móvil. Creo que en nuestro rechazo subsistían ciertos resabios de desconfianza hacia los adelantos de la tecnología; en cierto modo, el escritor es un animal pre-tecnológico, que moldea instrumentos antiquísimos –palabras, nada más y nada menos–, que ama la soledad (o la odia, pero en cualquier caso mantiene una relación muy encarnizada con ella), que tiene cierta vocación de eremitismo y misantropía. Naturalmente, el móvil se nos antojó al principio una suerte de intruso que venía a desbaratar nuestra arcadia huraña, un arma arrasadora que reduciría a escombros la arquitectura del silencio, sobre la que tantas veces las palabras urden su nido. Pero aquellos recelos pronto se disiparon; muchos de aquellos escritores que renegaron del móvil se han convertido en adictos, o siquiera en sus más entusiastas defensores, como se trasluce de algunos de los relatos congregados en este volumen. No ha sido del todo mi caso. Sigo siendo un animal pre-tecnológico; y, sobre todo, sigo cultivando mis manías, como cualquier cascarrabias que se precie. Aceptando que el teléfono móvil es ya una conquista irrenunciable de las comunicaciones, uno se atrevería a demandar un uso responsable del mismo. Sigo sin soportar a esos maleducados que, en medio de un apacible viaje en tren, se obstinan en hacerme insufrible el trayecto, con llamadas vociferantes y absolutamente superfluas que hacen imposible descabezar un sueño o zambullirse en la lectura de un libro, convirtiendo los vagones en un guirigay de palabras mentecatas y politonos botarates. Quizá tan sólo se trata de un problema de urbanidad; quizá nuestros modales no han progresado a la misma velocidad que las telecomunicaciones. ¿Para cuándo inventarán los vagones sin cobertura?

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