martes 2 de enero de 2007
Malos tratos
Misteriosamente, todavía hay quienes creen que la delincuencia se combate con leyes más punitivas, que la expectativa de condenas severas actúa disuasoriamente sobre el delincuente. La experiencia más bien nos demuestra lo contrario: en Estados Unidos, por ejemplo, el número de delitos contra la vida perpetrados en aquellos estados que castigan con la pena de muerte no es menor proporcionalmente que en aquellos otros en los que se castiga con penas de cárcel. Un ejemplo más próximo lo tenemos en España con la violencia de ámbito doméstico ejercida contra la mujer, pero también contra niños y ancianos. Nuestro Código Penal ya contemplaba suficientes tipos –agresiones, lesiones, homicidios, asesinatos– que podrían haber castigado semejante lacra; incluso se podría haber determinado una circunstancia agravante en razón de parentesco(o situación asimilable) que reforzara su castigo. Pero nuestros gobernantes, para colgarse una medallita, decidieron establecer una ley específica de dudosa constitucionalidad que se salta a la torera el principio de igualdad ante la ley. El resultado ya lo hemos podido comprobar: en el año que ahora concluye el número de mujeres apaleadas o asesinadas por sus novios, maridos o ex maridos ha sido mayor que en 2005. A la postre, se ha demostrado que los efectos de la susodicha ley han sido, sobre todo, propagandísticos. Para que la paradoja resulte aún más aflictiva, resulta que el estruendo mediático sólo ha servido para anestesiar la sensibilidad colectiva. Según datos de una encuesta recientemente divulgada por el Centro de Investigaciones Sociológicas, sólo un 1,6 por ciento de los españoles considera que los malos tratos domésticos sean un problema primordial. Diríase que esta expresión de violencia se hubiera convertido en una especie de runrún o música de fondo que a nadie preocupa, o que sólo preocupa hipócritamente, como las hambrunas del Tercer Mundo. En cierto modo, la ley promulgada vendría a desempeñar el mismo papel que esas campañas de telecaridad que se orquestan para acallar nuestra mala conciencia. Reducida a mero floripondido legal, la ley ha demostrado su ineficacia: se han creado juzgados específicos para la persecución de estos delitos, pero no se los ha dotado suficientemente; se han arbitrado mecanismos de garantía procesal y de protección inmediata directamente inviables, o que favorecen los fraudes de ley más flagrantes; se ha abusado de medidas cautelares que tal vez sirvan para tranquilizar la conciencia de los jueces, pero que infringen el principio de proporcionalidad, etcétera. Entre tanto, las mujeres (y los ancianos, y los niños) siguen siendo apaleadas. Nadie se ha preocupado, en cambio, de preguntarse cuál es el origen de estas formas de violencia, de inquirir su naturaleza. Que no es otra que la pérdida de respeto hacia quienes más respeto merecen, hacia quienes son carne de nuestra carne o completan nuestra vida. A lo largo de los siglos, los hombres idearon formas de convivencia –el matrimonio, la familia– que favorecían ese respeto y combatían nuestros impulsos atávicos. Formas de convivencia que creaban vínculos de comprensión mutua, de afecto sincero y solidario, que permitían ver en el otro a una criatura sagrada aureolada de dignidad, libertad y nobleza. Esas formas de convivencia han sido hostigadas y trivializadas hasta la destrucción. Y así, ese prójimo especialmente protegido por vínculos de comprensión y afecto se ha convertido en una realidad ajena, un trozo del mundo circundante que se usa y se tira, se exprime y se desdeña. Cuando los afectos que hacen posible un amor auténtico, más paciente y comprensivo, se denigran hasta la burla, cuando los compromisos que surgen de tales afectos se hacen prescindibles, quebradizos, efímeros, es natural que surja la violencia. Un hombre empieza a pegar a su mujer cuando ha dejado de quererla; pero hay un momento previo, cuando surge en él la tentación de dejar de quererla, en que la existencia de compromisos fuertes y compartidos puede reconstituir, sanar su amor. Cuando se empiece a hablar seriamente de los malos tratos, alguien se atreverá a señalar la relación existente entre la violencia doméstica y la destrucción de aquellos vínculos de comprensión y efecto mutuo que regían los compromisos entre los hombres. Tal vez entonces podamos empezar a combatir con visos de eficacia esta lacra que corrompe nuestro tejido social.
martes, enero 02, 2007
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