domingo, enero 14, 2007

Manuel de Prada, Hamburguesas

lunes 15 de enero de 2007
Hamburguesas

No me gustan las hamburguesas, mucho menos el ambiente cutrón y bullanguero que se respira en esos establecimientos que las expiden a granel. En realidad, menos que las hamburguesas me gustan los aderezos en sobre –ketchup y demás guarrerías yanquis– que los voluntariosos dependientes de tales establecimientos te suministran, para que reboces concienzudamente la carnaza picada, y mucho menos aún las ignominiosas patatas fritas congeladas que la acompañan. Antes de que mi hija existiese, no habría entrado en una hamburguesería más de una docena de veces, siempre en ciudades extranjeras y sólo cuando me había quedado tieso; en los últimos años, me ha tocado frecuentar un poco más estos locales, por complacer a mi hija, que se lo pasa pipa enredando en las atracciones infantiles que las hamburgueserías suelen incorporar y que, además, gusta de coleccionar los chirimbolos que le regalan cada vez que consume uno de esos monótonos menús designados misteriosamente `happy meal´. Las hamburgueserías siguen dándome grima, casi tanta grima como la cocina de Ferran Adrià y sus epígonos; pero el amor de padre puede con la grima y con todo lo que le echen encima, da igual que sea un cargamento de hamburguesas bañadas en ketchup o de tortillas desestructuradas. Todo este largo exordio para proclamar mi aversión a tan abominable vianda. Pero confesaré que, desde que esa señora asténica que dirige el Ministerio de Sanidad empezara su cruzada contra las hamburguesas, mis convicciones culinarias han empezado a tambalearse; me atrevería a afirmar, incluso, que cada vez que la tal señora aparece en televisión, como un moderno doctor Pedro Recio de Tirteafuera o un anuncio de pompas fúnebres, mis glándulas salivales empiezan a segregar incontinentemente, incitándome a embaular por lo menos media docena de hamburguesas dobles. Creo que esta reacción refleja me la provoca el aspecto de radiografía de la señora; pero también ese nuevo puritanismo del cuerpo que se enseñorea de nuestra época. Antaño los puritanos velaban por la salud de nuestras almas, nos disuadían de tentaciones pecaminosas y convertían nuestra existencia en un páramo de privaciones insensatas; sin embargo, al menos nos prometían, a cambio de tan ásperas renuncias, una recompensa en ultratumba. Los puritanos de hogaño actúan con un más cruel regodeo y una más ensañada severidad: perseveran en su actitud censoria, haciendo de nuestros días una incesante llanura de tedio, una cuaresma cotidiana y archirrepetida, pero encima los tíos cabronazos ni siquiera nos seducen con la expectativa de una recompensa, allá en la otra vida (por supuesto, los puritanos del cuerpo no creen en la existencia de otra vida). Sus predicaciones no incluyen una promesa de beatitud futura; simplemente, pretenden que renunciemos a todas las cosas que nos hacen la vida más placentera –llámense tabaco, chocolate, hamburguesas o chorizos de Cantimpalo– a cambio de nada, o en todo caso a cambio de unos pocos y birriosos añitos más de vida; añitos que, por supuesto, prolongarán una vejez aburrida y disminuida, acechada por los achaques y la tristeza irremisible de quienes ven morir felices a los amigos que no escucharon las monsergas del nuevo puritanismo. Paradójicamente, estos puritanos del cuerpo han hallado mayor eco a sus predicaciones que los puritanos antañones del alma, lo cual demuestra que la aspiración primordial de los hombres es convertirse en lacayos de cualquier tiranía; y que, cuanto más aflictiva y desabrida y villana y rastrera es la tiranía en cuestión, con mayor ímpetu lacayuno nos entregamos a ella. Hace falta, desde luego, ser muy lacayos para seguir las instrucciones de esa versión escuálida del doctor Pedro Recio de Tirteafuera que nos han propinado por ministra. El culto ensimismado a la salud se está convirtiendo en una de las más pavorosas lacras de nuestro tiempo. Hemos olvidado que la salud nos ha sido concedida para que la gastemos gozosamente, para que los años la vayan esquilmando poco a poco. Ayer escuchaba en la radio hablar a un médico sobre lo que él llamaba pomposamente «calidad de vida»: a lo que en realidad se refería era a una negación de la vida, con todo su hermoso abanico de peligros, excesos y tentaciones. Sólo a través de un obcecado cultivo de los hábitos saludables se puede llegar a ser un viejecito saludable y, con un poco de paciencia, un saludable cadáver. A mí, qué quieren que les diga, me falta paciencia para consumir mis días de una forma tan atildadamente majadera: quiero apurar cada hora con la certeza feliz y elegiaca de que ya nunca volverá a repetirse. Y hasta estoy dispuesto a embaularme de vez en cuando una hamburguesa, al menos mientras haya una ministra fúnebre empeñada en prohibírmelo.

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