martes, enero 02, 2007

Jose Maria Marco, Coincidencia final

martes 2 de enero de 2007
EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Coincidencia final
Por José María Marco
Se cuenta que, cuando cogieron a Sadam Husein en su zulo, le quisieron asustar un poco. No era cuestión de tratar mal al monstruo, mucho menos de torturarlo. Sólo de meterle un poco de miedo. Bastó con decirle una cosa. Una sola. Que le iban a entregar a la justicia iraquí. Sadam Husein sabía mejor que nadie lo que era la justicia iraquí de entonces, y conocía la suerte que podía esperar de ella.
Ni por un momento se le pasó por la imaginación que sería sometido a un juicio como el que tuvo lugar desde entonces, un juicio público en el que pudo defenderse, con fiscales, abogados, testigos y pruebas. Un juicio como los que él negó a las decenas de miles de personas que mandó ejecutar, torturar o asesinar en masa.

Ha habido, cómo no, quien ha negado cualquier credibilidad al proceso. Lo ha hecho sin razones ni argumentos consistentes. El juicio se ha desarrollado con garantías suficientes. ¿Que Sadam podía haber sido enjuiciado en un tribunal internacional? Es posible, pero el argumento de que era mejor que fuera juzgado por la justicia iraquí y que ésta demostrara que puede funcionar a pesar de la enorme presión y la violencia a la que está sometida es tan bueno, o mejor, que cualquier otro. Sadam Husein será de los pocos dictadores que hayan sido juzgados y sentenciados por las instituciones de su país.

¿Que la pena de muerte es cruel, inhumana y para muchos inaceptable? Sin duda, pero aun así lo fundamental en este caso es la limpieza del proceso que conduce a la sentencia. Todo esto, por no hablar de lo que habría supuesto mantener vivo al monstruo, en manos norteamericanas obligadamente, porque la Administración iraquí no está en condiciones de mantener un Spandau. Se habría convertido sin remedio en lugar de peregrinación. Mejor que los fanáticos y los terroristas peregrinen ahora a la tumba de un fantasma –un dictador estúpido, por otro lado, además de un sádico– que no al lugar donde hubiera residido la promesa de un Führer siempre dispuesto al revival.

Habrá quien piense que el ajusticiamiento de Sadam Husein antes de que se le haya juzgado por otros crímenes aún más atroces indica que los norteamericanos quieren salir de allí lo antes posible, y que se están apresurando a cerrar los flecos pendientes. Está claro que buena parte de la clase política norteamericana se ha pasado al bando de los que prefieren salir corriendo de cualquier escenario de conflicto. Pero no son ellos los que se han esforzado por que la justicia iraquí tuviera los medios suficientes para juzgar a Sadam. Más bien al revés.

Especular, por otra parte, sobre cómo afectará esta ejecución a la situación en Irak es, aunque legítimo, un ejercicio bastante inútil. Y no sólo por la falta de información. La guerra de Irak forma parte de un conflicto mundial. Es un episodio, de alcance estratégico, sin duda alguna, pero que debe ser entendido en el marco de una ofensiva global contra la democracia liberal. Pensar que dejar vivo a Sadam Husein, o retirarse de Irak y dejarlo en manos de los terroristas, puede a ayudar a acabar con el conflicto se basa en un razonamiento cuando menos tan perverso, y probablemente tan estúpido, como lo fue el propio Sadam.

***

El año 2006 se despidió también con la noticia del fallecimiento de un hombre que nada tuvo que ver con el tirano iraquí hasta después de muerto: Gerald Ford, el único presidente norteamericano que llegó a la Casa Blanca sin haber ganado unas elecciones, tras la dimisión de Spiro Agnew de la vicepresidencia en 1973.

Ford se enfrentó a problemas gigantescos: una inflación galopante, la retirada de Vietnam –su cruz, ya para siempre– y, en términos políticos internos, lo que por un momento pareció la desaparición del Partido Republicano, tras el escándalo del Watergate. No fue así porque el republicanismo venía regenerándose ya desde mucho antes. Probablemente el gran error de Gerald (o Jerry, como lo llamaban sus amigos) Ford fue escoger como vicepresidente a Nelson Rockefeller, un hombre del aparato, representante del republicanismo moderado vigente durante la larga etapa de la hegemonía demócrata, entre 1930 y 1970. Desechó a Ronald Reagan, que encarnaba exactamente lo contrario: el movimiento liberal-conservador que iba a restaurar y revolucionar a un tiempo la sociedad y la política norteamericanas.

Gerald Ford tomó una de las decisiones políticas más polémicas de la historia reciente de Estados Unidos: indultar a Richard Nixon. En estos días se recuerda a Gerald Ford como el presidente que reconcilió a los norteamericanos. El aura data de cinco años atrás, cuando el inefable senador Edward Kennedy reconoció que, en contra de lo que él había mantenido en su momento, el gesto de Ford fue el adecuado.

El mantra de la reconciliación estará muy puesto en razón, pero hay que recordar que quienes ahora lo invocan, e inciensan a Ford en su nombre, se opusieron entonces a cualquier perdón, con furia, con saña de iluminados. Ford, un hombre tranquilo, bien educado, moderado, resistió la presión de buena parte de la clase política y la opinión pública. Lo que hoy son mieles fueron en tiempos ataques furibundos, pagados a un precio exorbitante, y no sólo por Gerald Ford. Es posible que en aquella decisión se jugara la presidencia frente a Jimmy Carter en las elecciones de 1976. Ford no era, evidentemente, ningún genio, pero comparado con Carter… en fin, dejémoslo. Todos los países pasan por baches, incluso por abismos de profundidades insondables.

Pero hay más. Los mismos que entones quisieron destrozar a Ford invocan ahora su nombre para atacar a otro presidente que está aguantando la presión para defender su propia política, esta vez de defensa de los derechos humanos y la libertad en Irak. Bob Woodward, el periodista que sacó a la luz el escándalo del Watergate, no ha tardado ni 48 horas en publicar la revelación –que Ford quería que fuera póstuma– de que el ex presidente no apoyaba la intervención en Irak.

La noticia tendrá un efecto estrictamente propagandístico. Gerald Ford es el único comandante en jefe norteamericano al que le ha tocado presidir una derrota militar de su país. Tal vez sea ésta, también, una de las razones de los muchos encomios que ahora recibe su memoria. Es poco probable que Bush quiera sumarse a ese palmarés ni, mucho menos, recibir esa clase de elogios póstumos.

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