lunes, enero 15, 2007

Cristina Losada, Al otro lado del espejo

martes 16 de enero de 2007
Zapatero en el Congreso
Al otro lado del espejo
Cristina Losada

La unidad de todos, contra lo que dice el sentimental lugar común, no es imprescindible para luchar contra el terrorismo. Basta la voluntad del Gobierno. Sin embargo, para negociar políticamente con los terroristas sí resulta necesaria.

Pareto recomendó a los políticos que, en lugar de dedicar vanos esfuerzos a destruir los sentimientos, sacaran partido de ellos. Es lo que han hecho todos los grandes demagogos, incluidos los más destructivos y totalitarios dictadores. El pequeño demagogo, sin embargo, se encuentra preso. Primero, de sus propios pequeños sentimientos. Se ve ante el espejo y no puede reconocer su responsabilidad, de modo que trata de repartirla. Así, Zapatero se escuda en que él sólo ha hecho lo mismo, lo mismito, que hicieron todos los presidentes anteriores, y ello a pesar de que ninguno abrió un chiringuito llamado "proceso de paz", ni desarmó política, judicial y policialmente al Estado como él lo hizo. Refugiado en la falaz interpretación de lo que hicieron sus antecesores, se reafirma en el error de su enfoque y en la negativa a aprender de la experiencia. Dice que sólo hizo "lo que pedía la inmensa mayoría de los españoles". Toma responsabilidad.
Por lo mismo, o sea, por la ausencia de tal cosa, se ha echado todas las flores que ha podido. Su tarea, ha dicho, era difícil y, sobre todo, noble, tan noble, que parece mentira que le hayan obligado a comparecer para explicar algo, y oiga, tomen nota, please, de que por primera vez acude un presidente al parlamento después de un atentado terrorista. Le ha faltado llevar el chapeau para quitárselo en honor de sí mismo. Ha esbozado ZP un resumen de su trayectoria como líder de la oposición, cuando apoyaba al gobierno siempre, siempre, después de un acto de terror. Y es que a más de humilde, el hombre es bondadoso, pero olvidadizo. Ha hecho el lapsus su acostumbrada aparición y el 11-M, como si no hubiera existido. El gran apoyo que dieron entonces los dirigentes socialistas al gobierno consistiría en acusarle de mentir y en alentar el cerco de las sedes. Un día antes de la elección que lo encumbró. Natural que Winston Smith se lo borre con típex.
En cambio, lo que no quiere borrar es que fue él, sí, él mismo, y a Redondo Terreros que le den, quien propuso "personalmente" el pacto antiterrorista. Ha pedido expresamente a los españoles que recuerden su protagonismo. Podría erigirse, para ese fin, un monumento al doble juego. El que se traía mientras lo proponía y lo firmaba. Claro que si en tanta estima se tiene por la gestación del pacto, lo lógico era que proclamara que sus principios vuelven a estar vigentes, tras percatarse del error de haberlos conculcado uno a uno. Pero no ha dicho ni ha querido decir tal cosa. El fracaso estrepitoso y mortal de su aventura no le conduce a rectificar, sino a desviar la atención del objetivo, combatir a ETA, al procedimiento: la unidad de todos los partidos. En suma, a levantar, frente al espejismo de la paz destrozado por ETA, el embeleco de la unidad. Pues si ZP quiere montarse un pacto con los que de ninguna manera desean el acoso judicial, policial y político de ETA es porque no tiene ninguna intención de hacerlo.
La unidad de todos, contra lo que dice el sentimental lugar común, no es imprescindible para luchar contra el terrorismo. Basta la voluntad del Gobierno. Sin embargo, para negociar políticamente con los terroristas sí resulta necesaria, para que nadie denuncie la componenda. ZP sólo reconoce un error. El más leve. Haber declarado el día 29 que "el camino hacia el fin de la violencia" estaba y seguiría estando en el mapa del País de las Maravillas. Pero sigue mirándose al espejo y piensa en cómo regresar al otro lado. Cree ahora que podrá hacerlo de la mano de los grandes recolectores de nueces. De todo lo cual se deduce que el pequeño demagogo, o se cree sus propias paparruchas, o se encuentra preso no sólo de su vanidad, sino también de sus compromisos.

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