miércoles, octubre 10, 2007

Tamames, Cardenal Tarancon: un heraldo de la concordia

jueves 11 de octubre de 2007
Cardenal Tarancón: un heraldo de la concordia Ramón Tamames
Catedrático de Estructura Económica (UAM)Catedrático Jean Monnet de la UEMiembro del Club de Roma

El Ayuntamiento de Burriana, al cumplirse el centenario del nacimiento del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, está preparando un libro conmemorativo para el que me solicitaron un artículo del que hoy extraigo, para los lectores de ESTRELLA DIGITAL, un adelanto abreviado. Empezando por destacar que en muchos países que oficialmente se ubican en el laicismo resultaría increíble que en un análisis político se dedicaran amplios espacios en los medios a las actitudes y funciones de la Iglesia católica respecto de la sociedad en su conjunto. Pero lo cierto es que en España —donde se debate crónicamente si el nuestro es o no un Estado laico— todavía constituye un tema importante, y en la década de 1970, cuando el cardenal Tarancón era el presidente de la Conferencia Episcopal, resultaba sencillamente decisiva.
No es que estuviésemos por entonces en un Estado teocrático —como Augusto Comte denominó uno de sus estadios de sus concepciones sobre la evolución política del Estado—, porque si en España hubo una situación así, ello fue hace siglos. Tal vez máximamente en los tiempos de Felipe IV y Carlos II; aunque todavía en parte del XIX funcionó la llamada alianza del trono y del altar.
Lejos de eso, lo que durante la era de Franco funcionó en realidad fue la utilización de la Iglesia al servicio de la dictadura, cierto que con no pocas concesiones del poder estatal al eclesiástico. A efectos de pagarle los servicios prestados, que indudablemente fueron muchos, especialmente en términos de legitimación del Régimen en el momento de alzarse el Ejército contra la Segunda República. Y aún más, después, a lo largo de toda la Guerra Civil, cuando ésta llegó a calificarse, desde el lado nacional y por numerosos eclesiásticos, como La Cruzada.
En ese contexto de categorías conceptuales, lo cierto es que en paralelo a los síntomas de declive del franquismo desde principios de la década de 1970, con ellos se entreveraron los distanciamientos de la Iglesia vis à vis el Régimen. Un escenario en el que ya había habido algunos precedentes de interés, como el de los curas obreros al estilo del Padre Llanos, y el de quienes empezaron, al calor del Concilio Vaticano II, a plantear nuevas ideas que con el tiempo se consolidarían en la Teología de la Liberación.
Pero en materia de transformaciones, la contribución del cardenal Tarancón como presidente de la Conferencia Episcopal fue la más determinante, al conseguirse una evidente homogeneización del clero español. Disipándose, de esa manera, el clima de cisma potencial, de enfrentamiento entre la facción más integrista y la más evolucionista.
Tarancón se expresó muy claramente al respecto, al referirse a toda una serie de cuestiones. Empezando por la independencia de la Iglesia de cara a los poderes temporales y a su papel dentro de la sociedad. Con posicionamientos que podemos sintetizar en expresión oral:
—Los pastores no podemos defender intereses de clases sociales, de grupos políticos, de castas o de camarillas. Somos parte del pueblo de Dios, y a él nos debemos por entero. No incidiremos compulsivamente en materia de fe o costumbres, como tampoco permitiremos que se coarte a nadie en el ejercicio de sus derechos. A tales efectos, la Iglesia reivindica la más absoluta libertad, en línea con el libre albedrío que le es propio a cada ser humano.
En la mente y en las palabras de Tarancón estaba claro que el catolicismo tradicional había de dar vía libre a una labor renovadora, en pos de un cristianismo evangélico del siglo XX. De manera que incluso quienes no gustaban ni poco ni mucho de tales actitudes hubieron de aceptar la nueva Iglesia que iba diseñándose.
Ciertamente, surgieron algunos intentos de réplica integrista, pero no tuvieron éxito. Es lo que ocurrió con los posicionamientos de obispos como Cantero y Guerra Campos, en operaciones claramente fallidas. Y no porque los mencionados no dieran la talla, sino debido a que Tarancón, con sus persuasiones, hizo imposible que prosperaran sus propias actitudes. Sencillamente porque mientras el cardenal se situaba en el centro mismo de la corriente de la Historia, sus dos citados colegas intentaron reconstruir un pasado en el que ya pocos podían reconocerse.
Las referencias que aquí he presentado, y otras que podría incluir, se las oí a Tarancón en sus homilías, o las leí en artículos relacionados con él. O se las escuché directamente en las entrevistas que varios miembros de la Junta Democrática tuvimos con él. La primera de ellas, conducidos por el más cristiano de los colegas de la Junta, Miguel Jordá, en el despacho diocesano de la catedral de la Almudena, que todavía estaba en obras.
Por lo demás, casi todo lo que he expuesto se condensó de manera magistral en el Discurso de la Corona, pues aunque no fuera ése su nombre oficial, así se llamó por el ancho mundo, resultando impactante escucharlo y verlo, en la iglesia de los Jerónimo. Una de las más antiguas de Madrid, de la época de los Reyes Católicos, y donde se celebran tantas bodas de la realeza, de la aristocracia y de de la alta burguesía. En ese luminoso edificio gótico, cercano al Congreso de los Diputados y al lado del Museo del Prado —con el que ahora está virtualmente integrado por obra y gracia del arquitecto Rafael Moneo— tuvo lugar la gran alocución taranconiana.
Fue impactante, insisto, ver y oír por la televisión oficial —la única que había entonces— al cardenal, dirigiéndose a un auditorio de reyes, príncipes, presidentes de repúblicas y otros líderes de gran parte de Europa y del resto del mundo, que habían llegado a Madrid en la víspera, para apoyar al nuevo rey. De quien todavía no estaba nada claro que fuera a cambiar el rumbo de España hacia la democracia. Aunque no éramos pocos los que ya teníamos indicios de que el nuevo Jefe del Estado actuaría en línea progresiva. Y así se recomendó vivamente en aquel mensaje que dirigió, sobre todo, a los millones de hogares españoles que le vieron y escucharon, con fuerte resonancia, además, en todo el universo mundo.
Yo había estado aquel día, en la mañana, en el entorno de la cárcel de Carabanchel, en una manifestación en pro de la libertad de los presos políticos y la amnistía. Movida que empezó en un bosquecillo de pinos enfrente de la entrada principal de la prisión, donde nos habíamos reunido en convocatoria de la Junta Democrática, hecha prácticamente boca a boca. Nos juntamos allí unos dos centenares de personas, casi todos del PCE. Y como organizadores de la cosa, estábamos fundamentalmente, que yo recuerde, cuatro ciudadanos: Eugenio Triana, Luis Larroque, Enrique Curiel y yo mismo. En un momento dado dimos el grito de comienzo de la manifestación:
—¡¡¡Amnistía, libertad!!! ¡¡¡Amnistía, libertad!!!... —y así, sin parar.
Saltamos todos del pinar a la carretera, y nos dirigimos a la puerta de la cárcel donde había un pequeño retén de policía, que no pudo hacer otra cosa que observarnos. Pero inmediatamente llegaron los camiones-tanque con sus cañones de agua a presión, que dispersaron a los manifestantes, sobre todo al metro que cruza la zona de Aluche. Luego, anduvimos merodeando en pequeños grupos en torno a la cárcel, y pudimos contemplar cómo la policía armada había formado una especie de pequeña batería desde la cual disparaban botes de humo, a gran distancia, a los últimos focos de la manifestación; con trayectorias parabólicas de los paquetes de gas, que parecían obuses de mortero… como en una pequeña guerra… ya perdida por las fuerzas de un régimen que se hundía al faltar su más notorio portaestandarte, el Caudillo.
La tarde de ese mismo día mí mujer, Carmen, y yo llegamos a casa de Charo y Salvador Gayarre, donde tuvimos una velada muy acogedora, sobre todo después de los sucesos de la mañana. Tomamos un pequeño refrigerio al tiempo que vimos la versión completa del discurso del cardenal Enrique Vicente y Tarancón, hablando a Juan Carlos y a Sofía, para decirles que el nuevo Jefe del Estado había de ser “rey de todos los españoles sin excepción”, preconizando el retorno a la “libre expresión del pueblo, y buscando la concordia”. Fue un discurso más que hermoso, leído con aplomo, y un movimiento de manos que se veía realzado por el báculo de pastor de la grey.
Dicen que en aquella oración salutífera había intervenido en la preparación el consejero del cardenal, José María Martín Patino, pero eso no fue lo decisivo: con su expresión resuelta y transmitiendo clarividencia, Tarancón dio a toda España y al mundo entero una lección solemne, esperanzadora, verdaderamente formidable… A mí, me tomaré la licencia de confesarlo aquí, me recordó a Anthony Quinn haciendo de Papa en aquella película inolvidable de Las sandalias del Pescador.
Desde el día siguiente al discurso de la Corona, en las manifestaciones públicas de los integristas contra cualquier pretensión de apertura política, el cardenal fue objeto de la consigna más coreada, con aquello de:
—¡¡Tarancón al paredón!! ¡¡Tarancón al paredón!!...
Tarancón contribuyó, por el contrario, a derribar un muro, y abrió la Iglesia española a los nuevos tiempos… y a la Democracia inevitable. -

1 comentario:

Anónimo dijo...

Telegrama de pésame enviado por el Cardenal Tarancón al Caudillo: profundamente apenado dolorosa pérdida Señor Presidente del Gobierno, Don Luis Carrero Blanco, español ejemplar, gobernante honesto, católico sincero.......