miércoles, octubre 03, 2007

Patxi Andion, El sindrome Frankenstein

miercoles 3 de octubre de 2007
El síndrome Frankenstein Patxi Andión

La sociedad civil se pregunta, por los espacios privados, el lugar civil en el que reside la unicidad de los individuos. El lugar propio en la gruta de cada quien. Sabe, porque así lo ha experimentado, que el individuo precisa de un trastero, un patio trasero donde guardar la basura, arrinconar el viejo sombrero o hacer pis sin que le vengan con monsergas. La sociedad civil sabe que el individuo precisa un espacio de vacaciones de derechos y deberes, el lugar en el que explotar su mismidad a cubierto de las opiniones de sus congéneres. El ciudadano sabe cerrar la puerta tras de sí cada vez que debe bajarse la cremallera de la bragueta. Se aparta para sonarse la nariz y, cuando menos, se tapa la boca con una mano aunque con la otra se escarbe entre los dientes.
La sociedad civil define el espacio público en el que los ciudadanos se muestran como tales elementos sociales y en donde se plantea la auténtica batalla humana, la supervivencia entre los amigos, mucho más complicado que sobrevivir a los enemigos, de los cuales nos guardamos y ante los que nos armamos.
Pero el ciudadano busca desesperadamente los espacios propios, aquellos espacios físicos en donde guarecerse de los afectos y los elogios, las inquinas y sospechas. No le es fácil, la televida le amenaza en su cotidiana agresión y apenas logra salir de esa telecracia que le muestra cómo se supone que es a golpe de intimidad.
Ningún espacio ha significado mejor guarida a la fiera humana que su cerebro. El espacio en el que se ha ido escribiendo su memoria, archivo impoluto de miradas indecentes en donde la intracomunicación ha significado el soliloquio preciso para reconfirmar sospechas, intereses, sentimientos o proyectos. El cerebro del hombre ha guardado la penúltima reflexión ante la acción, tan secretamente, que es la madre de la sorpresa y la envidia de la adivinación. En ese santuario se han cocido los inconfesos delitos de la imaginación, los prejuicios innobles o las tendencias indecentes, mientras el rostro sonreía y las manos descansaban plácida y santamente en los bolsillos. El cerebro, esa máquina ignota de la que se han ocupado las escuelas de pensamiento y los mejores profetas de la propaganda y la salvación, se ha mantenido a salvo de los saqueadores como las tumbas egipcias, a sabiendas de que nada puede ser siempre y que algún día llegaría la hora de abrir las ventanas de la intimidad más umbrosa del hombre para airear tanto secreto.
Los escritores y los científicos han fantaseado tanto sobre las posibilidades cerebrales que nos hemos acostumbrado a que renuentemente nos avisen de que esto se acaba, que más pronto que tarde nos podrán leer el cerebro y ahí se nos acabará tanta soberbia por preservar lo íntimo. Ahora nos anuncian que los científicos, más concretamente los neurólogos, han sido capaces de detectar en la mente la ideología, la espiritualidad o la mentira. Como algunas cosas inefables a la mente, dejan su impronta, marcan el paso en ella y pueden identificarse sus huellas. La ética o la vergüenza tienen pinta de terminar siendo poco más que chucherías sin más valor que su peso cerebral. Nada de secretos.
El asunto comienza en la borrosa frontera de lo propio. Los neurólogos podrán buscar el instinto asesino en el cerebro fetal y aconsejar su aborto por el bien, o sea, la vida, de sus víctimas futuras. Puede que encuentren el desván de la homosexualidad o la tartamudez, cualquier cosa que sirva para escribir en aquella tabula rasa con la que soñaban los filósofos griegos.
Estoy deseando hacerme un escáner a ver si me encuentran una armonía que he perdido desde mi última canción, a lo mejor soy quien no pienso. ¿Quién sabe?
La lluvia se precipita como maná y riega los sueños dorados. Octubre

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