viernes, octubre 19, 2007

Manuel Rivero, ¿Hasta que el infierno se congele?

viernes 19 de octubre de 2007
¿Hasta que el infierno se congele?

M. RODRÍGUEZ RIVERO
MI generación ha tenido tiempo de presenciar tantas maravillas, hecatombes y espantos que ya nada le resulta extraño. De internet a la ingeniería genética, del derrumbe de la URSS al ataque del 11 de Septiembre, de Pol Pot a Sarajevo, del ascenso del capitalismo comunista en China a la revitalización de los fundamentalismos religiosos, demasiadas sorpresas han anestesiado nuestra capacidad de asombro, al tiempo que las certezas se nos iban cuarteando. Profundamente imbuidos de una variante del escepticismo que nos previene de que cualquier cosa puede suceder, no es que nada de lo humano nos sea ajeno, es que tampoco nos lo es lo inhumano, o lo antes impensable. Ya no tiene sentido aquella expresión, sinónimo de eternidad, que difería algo «hasta que el infierno se congele», porque sospechamos que también eso puede llegar, haciendo finalmente realidad la visión dantesca de Lucifer hundido hasta la cintura en un bloque de hielo, allá abajo, en el corazón del último círculo.
Tampoco parece ya imposible que los polos se derritan: ¿quién iba a decírnoslo? En el colegio nos enseñaron que nuestro planeta, que ahora sabemos precario y enfermo, contaba con sendos enormes y simétricos continentes helados. Uno, en el hemisferio sur, más misterioso e impenetrable que el otro: Poe (en las Aventuras de Arthur Gordon Pym) y Lovecraft (En las montañas de la locura) habían situado allí estremecedores relatos novelescos que cautivaron mi imaginación y la de tantos adolescentes. La Antártida era el último reducto de la pureza del mundo.
Sabíamos que, como nuestro hígado o páncreas, su existencia era necesaria para la regulación de un sistema que nos trascendía; formaba parte de ese equilibrio que aseguraba la rutina de la vida. Y nos tranquilizaba que existiera un consenso más o menos universal acerca de que más valía no ponerle demasiado nuestras ambiciosas manos encima. El Tratado de la Antártida de 1959 vino a sancionar esa voluntad de respeto: el continente helado era de todos y no lo poseía exclusivamente nadie.
Pero las cosas han ido cambiando, al norte y al sur. En el Ártico la capa de hielo se adelgaza y se contrae, a pesar de que todavía hay quien cree que el cambio climático es un delirio de Cassandras en trance. Algunos científicos afirman que en un par de generaciones los hielos podrían desaparecer durante los veranos. La codicia se desata: los fondos marinos, ahora de más fácil acceso, son ricos en combustibles y minerales. La bandera de titanio que dos batiscafos rusos plantaron en agosto en el lecho marino ártico es toda una declaración de intenciones de una de las potencias concurrentes en la intensiva explotación que se avecina.
En el Antártico, también se ha iniciado lo que algunos denominan «imperialismo helado», y cuya fase preparatoria se manifiesta en el revisionismo del status quo consensuado en 1959. El plazo para reclamaciones en torno a la propiedad de la Antártida expirará en 2009, y la carrera se va a poner al rojo vivo. Que el Reino Unido, firmante del tratado, reivindique ahora su presunto derecho sobre un millón de kilómetros cuadrados de lecho marino en la Antártida no es la mejor de las noticias. Como tampoco lo es su deseo de extender a 350 millas las aguas territoriales de Malvinas y Georgia del Sur. En Argentina, donde durante la dictadura animaban a las jóvenes madres a parir en sus posesiones antárticas para hacer patria, la noticia no ha hecho ninguna gracia. Y supongo que tampoco se la hará a chilenos, franceses, noruegos, australianos o neozelandeses, que también son concurrentes. Lo único que nos faltaba es la posibilidad de crear una zona políticamente caliente en el que quizá sea nuestro último reino de hielo. Pero, como decía más arriba, la nuestra es una generación que a la que ya nada sorprende. De modo que a cruzar los dedos.

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