jueves, octubre 04, 2007

Ignacio Camacho, Pañuelos, ni para la nariz

jueves 4 de octubre de 2007
Pañuelos, ni para la nariz

IGNACIO CAMACHO
EN la muy cosmopolita Cataluña del tripartito se puede negar a un muchacho su derecho a ser educado en castellano, pero no se puede prohibir a una niña musulmana que acuda a clase con la cabeza cubierta por el pañuelo islámico. Prima el derecho a la educación, dice la Consejería del ramo, criterio que podría resultar sensato si primase también para los castellanoparlantes. El debate sobre el hiyab de Shaima tiene sentido en el marco general de una comunidad social asaltada por las dudas sobre la integración de los inmigrantes, pero en el ámbito excluyente del soberanismo catalán, que abre los brazos al multiculturalismo mientras cierra las persianas de la convivencia nacional, el asunto adquiere ribetes paradójicos, surrealistas y abracadabrantes.
Yendo al fondo, se trata de una cuestión más compleja de lo que suele contemplar el reduccionismo de moda, de brochazo y tentetieso. Caben matices, pues, cuando colisionan los derechos individuales con los colectivos, más importa sostener un principio de fondo, que en una democracia debe consistir en el respeto a los derechos humanos y la obligación de luchar contra cualquier forma de segregación. Cubrirse la cabeza podría ser un derecho individual en una sociedad de valores libres, pero en la teocracia musulmana es un instrumento de opresión femenina, que tiende a la subordinación de la mujer ante el varón y a retirar su cuerpo, total o parcialmente -pañuelo, chador, velo, burka-, de la visibilidad pública. Por lo demás, incluso en una sociedad abierta constituye una tradición cultural y de respeto la de descubrirse la cabeza en los ámbitos compartidos, que justifica la autoridad de un maestro para ordenarle a un alumno que se quite en clase la gorra o el verduguillo.
Pero no estamos hablando siquiera de modas, sino de principios. De la obligación de quienes desean integrarse en una comunidad de respetar los valores dominantes del país de acogida. Se puede y se debe practicar la tolerancia, pero una escuela es en el Occidente democrático un espacio público consagrado a la transmisión de los fundamentos morales que vertebran la sociedad libre. Sí, un espacio de educación para la ciudadanía, en el sentido menos espurio y sectario del término. Y el pleno ejercicio de la ciudadanía española contemporánea exige el repudio a la discriminación de la mujer, sin que valga el argumento -por añadidura más que dudoso- de su voluntaria disposición a ser discriminada.
La regulación legal de los símbolos religiosos en la enseñanza pública abriría un debate que conduce inevitablemente al del laicismo. Pero incluso en ese caso merecería la pena. Porque la verdadera controversia de la sociedad abierta contemporánea no está entre una conciencia laica y una católica que pueden fácilmente convivir en pleno respeto, sino entre la libertad y el fundamentalismo, entre la igualdad y la sumisión. Y la escuela parece un buen escenario para comenzar a resolver esa dialéctica con la determinación democrática de defender nuestros códigos de convivencia. Desde que se popularizó la celulosa, los pañuelos textiles en Occidente están en desuso hasta para sonarse la nariz.

No hay comentarios: