lunes, octubre 01, 2007

Hombre sin tiempo propio

martes 2 de octubre de 2007
Hombre sin tiempo propio
La imagen de la historiografía reciente nos ofrece de él un perfil mas complejo de lo que el arquetipo siniestro de la Leyenda Negra nos trazó. Fue un noble altivo con extraordinaria conciencia estamental y vocacion mesiánica de héroe irredento. Pero tampoco se movió mal en el mundo de la diplomacia. De hecho conjugó guerra y paz desde su nacimiento en 1507 en Piedrahíta. Huérfano de padre a los tres años, tuvo preceptores italianos. Su abuelo intentó que fuera Luis Vives su maestro, pero no lo consiguió. Su amistad con Boscán y Garcilaso le marcó con una formación humanistica notable. Como militar destacó en diversos frentes mucho antes de su gobierno en Flandes (Fuenterrabía, Túnez, invasión de Provenza, Argel...). Sus momentos de gloria fueron Mülberg montando un caballo blanco y una armadura blanca, y su camino triunfal hacia Lisboa. Su momento más patético es el de 1574 con su cese en el gobierno de los Países Bajos.
Un gobierno ciertamente desastroso el que ejerció en Flandes, juzgado como tal, por los propios españoles. Alba fue un hombre de mal carácter, esclavo de su disciplina, fiel a las costumbres tradicionales y pesimista progresivo en tanto que el mundo cambió radicalmente a lo largo de su vida.
Fue el hombre sin tiempo propio, permantemente al lado del Rey, cuyo servicio antepuso a sus obligaciones familiares. Un servicio que los Reyes, especialmente Felipe II, no valoraron adecuadamente. Su mayor limitación fue la rigidez de sus principios, la incapacidad de comprender los tiempos barrocos que se iniciaban con las estrategias de disimulación y fingimiento. Obsesionado por la reputación de la Monarquía, fue víctima de la coyuntura difícil que le tocó vivir (el despegue de la Contrarreforma con el año terrible de 1568) y a la postre pagó por su personalismo todo el coste de la imagen histórica de Felipe II. El triunfo final de Alba en Portugal no alivió su melancolía de héroe cansado -similiar a la del último Hernán Cortés o la del último Gonzalo Fernández de Córdoba-, en la que latió siempre el suspiro del Mio Cid: «Que buen vassallo si oviese buen señor».

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