domingo, octubre 14, 2007

German Yanke, La Ley, los jueces y el estatuto de Cataluña

domingo 14 de octubre de 2007
La ley, los jueces y el estatuto de Cataluña
GERMÁN YANKE
Los nacionalistas, aquí y allá, tratan de basar sus reivindicaciones en la existencia de un «conflicto» -palabra talismán- que debe ser resuelto dándoles la razón. Pero veamos cómo se construye el mentado «conflicto». Juan José Ibarretxe, por ejemplo, a falta de otros argumentos, dijo el pasado mes en el Parlamento vasco que, cuando presentó el Plan que lleva su nombre -anticonstitucional, como se sabe, a todas luces-, el Congreso dijo no sin abrir una «negociación». Ergo «esto no hace sino más evidente la existencia de un problema político que tenemos que solucionar». Se plantea algo ilegal, las instituciones democráticas no lo aceptan, ahí está el conflicto y, hala, a negociar.
En otra cámara, la catalana, Artur Mas se enfada con el presidente Montilla y le reprocha que quiera acabar con «el dilema Cataluña-España». Apasionante: quiere pelea; es más, considera que el dilema va directamente unido al carácter nacional de Cataluña hasta el punto de que si se termina con él «habrá desaparecido en todo lo que ha significado durante siglos de historia».
Después de tan profundas reflexiones, el líder de Convergencia i Uniò -que pocos días antes se había mostrado respetuoso pero distante del proceso de autodeterminación del lendakari- propone que se apruebe en Cataluña una ley de consultas populares para que los catalanes voten en un referéndum si el Tribunal Constitucional recorta el nuevo Estatuto de Autonomía. ¿Por qué? Porque el texto fue avalado por «el pueblo catalán» en junio de 2006.
Es preciso detenerse en el modo en que se avaló el Estatuto. Sin mayor precisión en decimales, los votantes no llegaron al 50% del censo y, de ellos, sólo el 74% depositó en las urnas la papeleta del sí. ¿Sólo? Lo interesante es que no fue avalado por la mayoría de los catalanes, ni los censados y con derecho a voto. Pero este hecho no impide que el resultado del referéndum sea plenamente válido y el Estatuto de Cataluña quedara aprobado. Subrayar las cifras sirve para que los partidarios del mismo, como el últimamente enfebrecido Artur Mas se den cuenta de que tienen estatuto no porque una mayoría de catalanes lo hayan deseado así, sino porque han funcionado los procedimientos democráticos, porque cuenta con la mayoría necesaria establecida por la ley.
Sirve, por tanto, para subrayar al mismo tiempo que la democracia no es nada si no se ajusta al principio de legalidad. Así, por el mismo principio por el que el estatuto es aprobado debe éste ajustarse a la legalidad constitucional. Si el Tribunal considera que alguno de sus extremos rebasa o se opone a la Carta Magna, plantear un referéndum en vez de atenerse a la sentencia -un referéndum, además, con no se sabe qué objetivo- no es acudir «al pueblo», sino alejarse de las formalidades democráticas.
Desde otra perspectiva, me parece que mucha de la batalla en torno a la sentencia que pueda dictar el Constitucional sobre esta materia es también una manera de querer quitar legitimidad a los procesos de la democracia. En resumen, parece que, recusado el magistrado Pérez Tremps para entender de la constitucionalidad de este texto, asistimos a una pelea, entre legal y leguleya, para «controlar» el Tribunal. De un lado se prorroga el mandato de la presidenta y del vicepresidente con una ley un tanto esperpéntica; de otro se vuelve a recusar a los citados para la consideración de esta norma; además, el Gobierno, por primera vez en nuestra democracia, autoriza la recusación de dos magistrados que se manifestaron ya en contra de la prórroga.
Todo muy poco edificante, como se ve, aunque no se puede olvidar que, en el ambiente de falta de consenso, el espanto comienza con una prórroga propuesta por la mayoría parlamentaria convencida de que, así, controlaba el Tribunal Constitucional para que decidiese, sin sobresaltos para el Gobierno, sobre el Estatuto de Cataluña o, en todo caso, podía decir que se trataba de una maniobra de la derecha para ganar en los tribunales lo que no había ganado en las urnas. Ciertamente, hablar de maniobras de la derecha en este tema después de un procedimiento tan estrafalario como una ley «ad hoc» y una novedosa recusación por el Gobierno socialista, parece pasmoso.
Pero, en definitiva, volvemos a las urnas, como si estas tuvieran algún sentido al margen de la ley. Y volvemos otra vez al «conflicto» inventado, en esta ocasión entre derecha e izquierda, conservadores y progresistas, cuando el único empeño presentable por parte del Gobierno sería la reforma del sistema de elección de magistrados para asegurar su neutralidad política. Lo anoto porque, pase lo que pase con la sentencia, atenerse a los procedimientos no es fruto, como se ve, del entusiasmo, sino del apego de los escépticos ciudadanos a la democracia. Porque si esto no es el paraíso, aquéllo es el infierno.

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