domingo, octubre 14, 2007

Alvaro Delgado Gal, Trampantojos

domingo 14 de octubre de 2007
Trampantojos
ÁLVARO DELGADO-GAL
Desconocemos todavía el texto definitivo de la llamada Ley de Memoria Histórica, sobre la que continúan negociando los partidos. A tenor de lo sabido hasta ahora, va a resultar muy difícil que el precipitado final no sea un disparate, por mucho que se eche un remiendo aquí o se aplique un emplasto allá. Cito algunas frases correspondientes a la versión provisional que hay colgada en Internet: «La presente ley parte de la consideración de que los diversos aspectos relacionados con la memoria personal y familiar... forman parte del estatuto jurídico de la ciudadanía democrática». Dos líneas más abajo: «Se reconoce, en este sentido, un derecho individual a la memoria personal y familiar de cada ciudadano»...
Los derechos son, fundamentalmente, de dos tipos. En algunos casos, los derechos nos garantizan el acceso total o parcial a un bien. Tal sucede con los derechos de propiedad, o con el derecho a recibir asistencia en un hospital público cuando uno sufre una apendicitis. El garante de estos derechos es el Estado. En otros casos, los derechos nos protegen de acciones procedentes de fuera. Es el caso del derecho al honor. Si alguien nos difama, podemos denunciarlo ante los tribunales. También ahora es el Estado el garante del derecho. Pero, ¿qué significa el derecho a la memoria personal? ¿Y cómo puede protegerlo el Estado?
El de la memoria personal es un ejercicio incoercible: los que habían sido objeto de opresión durante el franquismo no necesitaban que llegase Zapatero para ser conscientes de los valores que habían defendido y del abuso que entrañó su castigo. Antes de la muerte del dictador, la memoria había de discurrir por cauces, por así llamarlos, interiores. Con el ingreso de las libertades públicas fue posible escribir libros que denunciaran los abusos, afiliarse a partidos que encarnaban los valores perseguidos, y celebrar conmemoraciones y fiestas en honor de los muertos, encarcelados o exiliados. ¿Qué puede añadir el Estado, aparte de reparaciones materiales y reconocimientos simbólicos?
La curiosa respuesta de este Gobierno es que puede aportar una ley. Una ley a la que le falta, ¡ay!, la eficacia de una ley. O sea, una ley virtual. El alemán ha acuñado una voz muy elocuente para lo que nosotros llamamos «trampantojo»: «Scheinarchitektur», «arquitectura simulada». La arquitectura simulada finge perspectivas en una superficie plana. Nos invita a incursiones en que perderemos las narices, porque las paredes son impenetrables aunque el ojo nos sugiera lo contrario. Esta ley es también un trampantojo: declara ilegítimos a los tribunales que dictaron las sentencias, pero no anula las sentencias. Tiene razón ERC cuando sostiene que la ley es una broma. Y la tiene el PP cuando asevera que se trata de una ley inoportuna, amén de tonta.
Es inoportuna porque no elude rehabilitaciones polémicas e incompatibles con el espíritu de reconciliación nacional que presuntamente la anima; es inoportuna porque podría disparar el agravio emulador; es inoportuna porque es innecesaria; y es inoportuna porque insinúa que la historia no ha sido lo que ha sido.
La historia de verdad, la historia de que esta democracia es fruto, se levanta sobre una solución de continuidad... parcial. La Constitución del 78 revocó el orden político anterior e inauguró uno nuevo. Pero no hubo una ruptura radical, por razones evidentes. Fueron los herederos del orden anterior quienes facilitaron el tránsito al actual, y muchas cosas siguieron en pie. Es lo que pasa cuando no hay una revolución, o cuando no se pierde una guerra y los poderes ocupantes no erigen una estructura de nueva planta. Uno de los elementos que más amenizan el trampantojo en curso es una analogía implícita y traviesa, o casi valdría, decir, poética, con los procesos de Núremberg. Entonces se apeló a los derechos del hombre para justificar la derogación ex post facto de la legalidad nazi y el enjuiciamiento de una serie de tipos detestables. Pocos los echan en falta, lo que no quita para que la aplicación de la ley con efectos retroactivos sea siempre algo delicado.
Aquí se está indagando una categoría anfibia. La aprobación de una ley en el parlamento, la ilegitimación de los tribunales franquistas de orden público y equivalentes, sugieren que se está haciendo derecho positivo. Pero se trata de un derecho positivo cuyo importe en especie es rigurosamente cero: la ley no deparará a las víctimas concretas oportunidades nuevas. No hay caminos sino escorzos pintados en la pared. De paso, se desautoriza el proceso político de la Transición y se abre un proceso paralelo y fantasioso cuya función es realizar, en el imaginario colectivo, lo que no hizo aquélla: sentar en el banquillo al Estado franquista. Entre la propuesta de Esquerra, que es armarla, y la popular, que es resignarse al pasado auténtico, ha despuntado una solución intermedia, a la que se procura dar realce añadiendo unos renglones al BOE. El BOE es la varita mágica de este Gobierno: para la igualdad de género en los consejos de administración, o para lo que se tercie. A este Gobierno, el BOE le gusta más que una tiza a un tonto.

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