miércoles, octubre 10, 2007

Con el pijama de rayas

jueves 11 de octubre de 2007
Con el pijama de rayas
EN una reciente entrevista, Cornelia Funke, la autora de No hay galletas para los duendes y de ese Mundo de Tinta a punto de culminar su trilogía, afirmaba sin rodeos que «a los niños les encanta leer, siempre que se les den los libros adecuados»; y añadía: «Como profesores o padres, deberíamos tomarnos nuestro tiempo en averiguar qué libros podrían ser esos».
Autor y crítico de literatura infantil y juvenil, amén de padre y abuelo y -ocasionalmente- profesor, me he preguntado muchas veces cuáles serían esos «libros adecuados» que Funke tan ¿alegremente? señala, de cara a esos «niños», en los que ¿no menos alegremente? incluye una inmensa variedad de edades como de caracteres. En ningún caso pretendo devaluar las palabras de Funke, cuya persona y cuya obra cuentan con mi respeto, mas sí llamar la atención sobre la dificultad práctica que conllevan determinadas generalizaciones, fáciles de enunciar, y no tanto de aplicar con éxito.
Escribo cuanto antecede, conclusa la lectura de «El niño con el pijama de rayas», de John Boyne, que Salamandra ha editado con eco notable en el año que discurre -manejo la séptima edición-, traducida del inglés por Gemma Rovira. Boyne, irlandés de 1971 y autor de otras cuatro novelas -entre ellas, The Thief of Time-, acertó de pleno con esta, vertida ya a veintidós idiomas, y de la que Miramax /Disney prepara un largometraje dirigido por Mark Herman. Pero sucede, y de ahí mi consideración, que Boyne enfoca su escritura desde el punto de vista de su protagonista, Bruno, un niño alemán de nueve años, y pone en juego -voy a decirlo con palabras de Cornelia Funke- «esa cosa maravillosa llamada amistad». En consecuencia, cabría preguntarse si sería este un libro adecuado para niños. Tras meditarlo despacio, me atrevería a responder afirmativamente; eso sí, a partir de los trece o catorce años, punto este en el que coincido con el editor. Meditarlo despacio, digo, porque Shmuel, el coprotagonista judío del relato, está preso en el campo de concentración de Auschwitz, cuyo comandante responsable es el padre de Bruno.
No se trata, pues, de una historia grata, llena de magia y de aventuras, sino de una trágica realidad, que manchó de oprobio el siglo XX, y que acaso un niño del XXI deba conocer, para que su conciencia asuma que no puede volver a ocurrir. Bruno y Shmuel toman contacto a través de la alambrada que cerca el campo, en un lugar carente de vigilancia. Con sorpresa, comprueban que ambos han nacido el mismo día, 15 de abril de 1934 -la acción transcurre en 1943-. «Somos hermanos gemelos», dice Bruno. Para este, el nombre de Shmuel, ajeno hasta entonces a sus oídos, «suena como el viento»; para Shmuel, el de Bruno «suena como si alguien se frotara los brazos para entrar en calor».
Pero, al margen de la relación entre los dos niños, y siempre a través de un lenguaje llano y a veces premeditadamente reiterativo, John Boyne ahonda en la actitud de los mayores -padres y abuelos de Bruno- sobre lo que está sucediendo en ese país regido por «el Furias» y su demencia; y no todos aprueban sus desvaríos, megalomanías y crueldades. De donde El niño con el pijama de rayas viene a convertirse en un libro de amplio espectro y aún más amplio ámbito -posible- de lectores, en el que la ingenuidad infantil, que Bruno personifica incluso en exceso, choca con la perversión adulta, abocada a un final impactante, que omito en aras de quienes mañana quieran acercarse a esta novela singular, de la que el crítico de The Irish Times dijo, con razón, que era «sutil , de una exquisita sencillez y absolutamente conmovedora».

No hay comentarios: