domingo, octubre 21, 2007

Carlos Luis Rodriguez, ¿Y tu quien eras?

lunes 22 de octubre de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
¿Y tú quién eras?

La historia pertenece a Rudyard Kipling y podría readaptarse con Pasqual Maragall de protagonista. Cuenta las peripecias de un aventurero que llega a un lejano reino del Himalaya llamado Kafiristán, donde es confundido con un descendiente de Alejandro Magno y ungido como rey. Sus excesos le impiden finalmente ceñirse la corona. La pluma de Kipling primero y el cine de John Huston después, lo rescatan del olvido como El hombre que pudo reinar.
Maragall también pudo reinar con un Estatuto que superaba los mejores sueños, en una España federal y rodeado de una adhesión ciudadana de la que pocos presidentes disfrutaron. Si Tarradellas podría ser al cambio el Washington de la nación catalana, don Pasqual tenía todas las trazas de convertirse en el Jefferson.
Lo tenía todo a su favor: una ascendencia que lo emparentaba con el catalanismo más conspicuo, un partido a sus pies, un Zapatero dispuesto a catalanizar España, una izquierda europea que parecía seguir el rumbo del progresismo heterodoxo de Maragall. Pudo reinar en Cataluña y ser el gran inspirador del cambio en el Estado porque además en su expediente no figuraba sólo la condición de visionario, sino la huella de un gran gestor local.
Maragall gana los Juegos Olímpicos transformando una recoleta Barcelona en la gran ciudad del Mediterráneo. Hace y piensa. El desarrollo urbano va paralelo a una reflexión prometedora sobre el socialismo y el catalanismo que encandila a muchos. El maragallismo llega a ser un nuevo faro cuyo destello llega también a Galicia.
En la película de Huston se aprecia cómo el final desgraciado del protagonista Dravot, encarnado por Sean Connery, es una mezcla de traiciones ajenas y errores propios. Como aquí. Maragall cree que está haciendo del inexperto Zapatero su instrumento, cuando en realidad sucede al revés. Don Pasqual es la montura que el presidente del Gobierno precisaba para cubrir su primera etapa, la que consiste en agitar, sorprender, innovar y hasta provocar.
Superado ese tramo, las alegrías territoriales sobran. Hay un cambio de escenario, pero Maragall no cambia su papel porque piensa que no está representando nada. Cree en su Estatuto, en su federalismo, en un país catalán que se extiende por Levante y Aragón, en una España con piezas de mecano que él reordena como si estuviera en la sala de estar de su casa.
Cree en suma que puede reinar en el Kafiristán, pero se excede en sus atributos, lo abandona Zapatero, lo condena Montilla, y cuando mira hacia atrás para pasar revista a sus apoyos, no encuentra a nadie. Antes de que Alzheimer viniese a visitarlo, ya había visitado a los que lo dejaron solo para borrar de su memoria a Maragall.
De repente, nadie lo conoce, nadie recuerda haber compartido con él proyectos y ensoñaciones, si acaso algunos tienen una ligera noción de que fue presidente de la Generalitat de Cataluña en un momento impreciso ¿Un presidente bueno, malo, regular? Tampoco se sabe muy bien. Es como si su mandato hubiese ocurrido en las remotas tierras dónde Dravot fue visto como sucesor de Alejandro Magno.
A día de hoy, Adolfo Suárez no recuerda que fue presidente del Gobierno, pero esa amnesia se compensa con la memoria que guarda de él la sociedad española. Lo terrible de Maragall es que los catalanes prominentes parecen aquejados de su dolencia; no saben dónde colocar su huella. Lo miran y preguntan: ¿y tú quién eras?

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