sabado 24 de febrero de 2007
Profesores de religión
JUAN MANUEL DE PRADA
IMAGINEMOS que un oficial del Ejército, después de concluir su formación en la academia militar con calificaciones sobresalientes, se negase a ser destinado a una zona en guerra, alegando que profesa convicciones pacifistas. A nadie le sorprendería que dicho oficial fuese inmediatamente destituido y expulsado del Ejército; pues, más allá de los conocimientos demostrados durante su estancia en la academia militar, el desempeño de su profesión, libremente elegida, exige una idoneidad que, desde luego, incluye el uso de la fuerza en caso de necesidad. Si este hipotético oficial destituido acudiese a los tribunales, exigiendo que le fuese restituida su graduación y su destino, su reclamación sería inmediatamente desestimada; y, por supuesto, a nadie le escandalizaría, puesto que profesar la milicia y negarse a empuñar un arma son circunstancias incompatibles. O al menos lo eran hasta que se nos empezó a vender la moto de que los militares españoles sólo participan en «misiones de paz».
También a los profesores de religión se les exigen unas condiciones de idoneidad que incluyen algo más que unos probados conocimientos académicos. El Estado español, mediante tratado internacional suscrito con la Santa Sede, reconoce a la Iglesia su competencia para elegir a las personas idóneas en el desempeño de esta labor; también su facultad para removerlas de su puesto, cuando estas condiciones de idoneidad se infringen o incumplen. Siendo la asignatura de religión de naturaleza confesional, nada parece más justo que exigir a quienes la imparten una coherencia entre las enseñanzas que transmiten y su testimonio vital; nada más consecuente, dada la especial naturaleza de la disciplina, que exigir a los docentes que prediquen con el ejemplo y profesen efectivamente, y no sólo de boquilla, la fe que se disponen a transmitir. Que yo sepa, la Iglesia no obliga a nadie a ser profesor de religión católica; a nadie capta mediante maniobras arteras ni violencia irresistible. A los postulantes se les exige, junto a unas aptitudes académicas, un estilo de vida; profesar una fe consiste, sobre todo, en vivir de forma congruente con esa fe. Naturalmente, uno es muy libre para vivir como le plazca; y la Iglesia lo es para determinar que ciertas formas de vida son incongruentes con el testimonio de fe que requiere la enseñanza de la religión.
De unos años a esta parte, la demagogia rampante ha querido utilizar la tribulación de ciertos profesores de religión que son apartados de su puesto por falta de idoneidad para montar burdas y estridentes campañas de desprestigio de la Iglesia. El Tribunal Constitucional, mediante una sentencia que viene a poner coto a tales desmanes, acaba de reconocer a las confesiones religiosas «la competencia para el juicio sobre la idoneidad de las personas que hayan de impartir la enseñanza de su respectivo credo». En un clima menos estragado por la demagogia, una verdad tan de Perogrullo no hubiese requerido la intervención de tan altas instancias judiciales; pero, cuando existen fuerzas interesadas en torcer el derecho y el sentido común, ni siquiera esta sentencia bastará para sentar doctrina. Mañana mismo se utilizará la tribulación particular de cualquier otro profesor de religión a quien no se le renueve el contrato de docencia por falta de idoneidad para tratar de organizar otra zapatiesta. Pues de lo que se trata aquí no es de establecer cuáles son los límites al uso legítimo de las atribuciones que la ley concede a las confesiones religiosas, sino de apelar a los bajos instintos y al rencor de la gente manipulada y de inventar artificiosamente escándalos que ensucien el nombre de la Iglesia católica.
Sospecho que en el fondo de estas polémicas prefabricadas subyace el escándalo que produce la existencia de una institución que aún se atreve -¡qué desfachatez!- a exigir una coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace, entre las convicciones y las obras. Ciertamente, la fe religiosa (que sin obras está muerta, como leemos en la Epístola de Santiago) reclama una forma de vida esforzada y exigente; demasiado esforzada y exigente para una época tan cínica como la nuestra
sábado, febrero 24, 2007
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