viernes 23 de febrero de 2007
Limpieza
F. L. CHIVITE f.l.chivite@diario-elcorreo.com
Ponerse a polemizar con un estúpido es un asunto poco recomendable. Ya se pueden imaginar por qué. Lo normal es que los que asistan a la discusión no aprecien la diferencia. De hecho, es fácil que tras unos pocos minutos ni uno mismo la aprecie. Todos hemos caído en ese barro alguna vez: el estúpido genera a su alrededor una dinámica caótica de la que resulta difícil sustraerse. Del mismo modo, uno de los mayores riesgos de dedicarse a la política es que, al final, uno se convierte lamentablemente en eso: en político. Es una profesión. Y como tal requiere un cierto olvido de uno mismo. Y de las viejas y buenas intenciones. Pero no nos lamentemos por ello. Lo realmente triste, lo decepcionante de verdad, es que en general las buenas ideas no abundan. Yo diría, incluso, que escasean. Y que lo que abunda es una especie de puré gris lleno de grumos que todos ingerimos con mayor o menor entusiasmo. Por lo que la estrategia habitual en la política práctica de los últimos tiempos (y en esto me temo que ha imitado descaradamente el aspecto más detestable del márketing publicitario), suele ser: ya que no puedes sorprenderlos, confúndelos. O lo que es lo mismo: añade bazofia a la cazuela y dale vueltas con vigor, hay que lograr salir en los informativos como sea. En fin, estoy pensando en la dudosa manera que tiene el PP de contribuir a que todo parezca turbio y maloliente confiando en poder obtener así algún beneficio. De todas formas, y al margen del magnetismo mediático del macrojuicio, el asunto que en estos momentos resulta a mi entender más alarmante y por tanto requeriría, pese al silencio que habitualmente lo envuelve (un silencio que en ocasiones parece aquiescencia), una actitud clara y una respuesta rotunda por parte de los partidos implicados, es el escándalo de la corrupción inmobiliaria en los pueblos y ciudades de media España. Es decir, hay que dejar claro si a partir de ahora esto se va a consentir o no. Sencillamente. Porque esa clase de corrupción tiende a ser exhibicionista por naturaleza. Y en consecuencia, extremadamente contagiosa. El corrupto de provincias, esto lo hemos visto todos en un momento u otro, se exhibe como un gallo. Se jacta de ello. Hace ostentación pública. Como si fuera víctima de un raro fenómeno parapsicológico y no pudiera evitarlo. Adquiere coches de lujo. Casas que decora de un modo insufrible. Y adopta de pronto un aire fatuo y un talante mentecato que deja a cuantos le conocen con la boca abierta. No hace falta haber estudiado psicología para verlo. La cuestión es si esto se va a seguir permitiendo o no. Ahí sí que tendrían que ponerse de acuerdo los partidos. Y hacer una buena limpieza de una vez por todas. ¿O no?
viernes, febrero 23, 2007
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