jueves, febrero 01, 2007

Carlos Luis Rodriguez, Castillos y Barreras

viernes 2 de febrero de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
Castillos y Barreras
Nadie más parecido al conselleiro de Industria que el protagonista de El Castillo. ¿Anticipó Kafka el caos competencial en que se iba a convertir la Unión Europea? ¿Intuyó un futuro de acuerdos secretos, disposiciones ambiguas y directrices difusas, destinadas a extraviar a un animoso dirigente de un pequeño país?
Seguro que Fernando Blanco recordará con nostalgia aquellas épocas en que el adversario tenía una personalidad, unas posiciones y una ubicación. Qué fácil era luchar entonces por una Galicia Ceibe, y a poder ser socialista. Ahora no hay nada de eso, y enfrente está ese castillo sin claros perfiles, poblado de fantasmas como el presidente de la SEPI y los comisarios europeos, cuya existencia real ni siquiera está clara.
Ya no se trata de que Galicia sea Ceibe, sino de algo bastante más modesto: que sepa qué acordaron sobre ella y con qué misteriosos protocolos. No es mucho pedir, y sin embargo vamos camino de que el astillero de Fene se convierta en uno de los grandes enigmas de la historia, pasto futuro para todo tipo de especulaciones, y quizá para otro libro de estilo kafkiano.
Vaya por delante el mérito del conselleiro al arremeter contra esta extraña conjura. Aunque finalmente triunfen los señores del castillo y se frustre el proyecto de Barreras, podrá decir al menos que ha luchado. No es poca cosa en un departamento ocupado en los últimos tramos del fraguismo por la abulia y la resignación. Ya va siendo hora de que dejemos de considerar buen político al que se enfunda un traje de neopreno para evitar la más mínima mojadura.
Dicho lo cual hay que apuntar la paradoja de que estemos hablando de una industria gallega, sita en territorio gallego y capitalizada con sudores gallegos, en cuyo destino el poder gallego no pinta nada. Navantia es una especie de enclave, un Gibraltar industrial, opaco y sometido, según nos dice el señor Martínez Robles, a un secreto que vincula a Bruselas y la SEPI.
Pero el secreto tiene sus versiones. En una es posible la construcción civil, en otra no, y en la tercera se puede negociar. Tampoco está claro con quién hay que hacerlo, ni si debiera llevar la batuta la Xunta, la SEPI o Madrid. Repasando la evolución del asunto, se empieza a sentir el mismo agobio del lector que se enfrenta con la incertidumbre del pobre agrimensor de la novela de Kafka, a la espera de ser recibido por unos gobernantes cuya crueldad no se basa en la fuerza física, sino en la ambigüedad.
En el caso del astillero, Blanco ha de enfrentarse además a dos entes que, amén de poderosos y difusos, no responden ante ninguna institución democrática. Martínez Robles es un político afecto al Gobierno, pero revestido de ademanes tecnocráticos para aparentar rigor. Los comisarios europeos forman un Ejecutivo peculiar sin base parlamentaria. El único en esta historia que nace en un Parlamento y responde ante él es precisamente el más débil.
Después del fracaso del capital gallego en Fenosa, sería desalentador perder esta otra partida. Antes, cuando Fernando Blanco y muchos otros soñaban con la Galicia Ceibe, faltaban las empresas y la autonomía, y ahora que las hay, nos derrota el gran capitalismo estatal y, si esta aventura naval naufraga, la SEPI y Bruselas.
Aunque quizá el regio autor de la excusa no sea su personaje histórico preferido, el conselleiro industrial podrá decir que no pudo luchar contra los elementos. No son las tormentas, sino poderes opacos que convierten la autonomía en un juguete.

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