jueves, febrero 22, 2007

Alvaro Delgado Gal, Democracia sin patas

jueves 22 de febrero de 2007
Democracia sin patas
POR ÁLVARO DELGADO-GAL
EL deterioro de la política en España ha adquirido un ritmo que los aficionados a la música calificarían de vivace, con visos de ir a más y rematar en prestissimo. Se trata de un hecho sin duda emocionante, pero también de una pésima noticia para quienes estiman que la conmoción constante de las reglas de juego genera caos y pone en riesgo la pervivencia del sistema. El gobierno democrático cobra cuerpo, y eficacia, gracias a una combinación adecuada de orden y desorden. La lucha por el poder es fatalmente brutal, y se encuentra, por lo mismo, en tensión permanente con las normas que asociamos a la convivencia civilizada. Tal es el motivo de que gente en absoluto estúpida -piensen en Hobbes- haya entendido que es preferible un mandamás, que muchos y simultáneos aspirantes a mandar. La democracia intenta vencer los escrúpulos hobbesianos mediante dos principios señeros. En primer lugar, se pone límite a la acción de los partidos. En los estados democráticos, rige la ley, la cual, además de hallarse bajo la tutela de los jueces, sólo podrá someterse a una alteración estructural mediante acuerdos que envuelvan a una parte sustancial de la clase política. Hablando en plata: sólo será agible cambiar la Constitución, con el beneplácito concurrente de los que, en el día a día de la pugna partidaria, se conducen como antagonistas, y muchas veces, como enemigos. La resultante es una contención del destrozo. Quizá ayude, para comprender mejor el caso, un símil balompédico. A lo largo de un partido, hay gente que acaba con el peroné roto, y a veces se mete el balón en la portería rival usando un puño, y no el pie. Pero la existencia de unas reglas de juego no impugnables unilateralmente, y las garantías que ofrece un árbitro falible, aunque no indigno de confianza, evitan que se ganen los partidos por medios extrínsecos al fútbol. El fútbol es fútbol, y la política democrática es política democrática, justo en la medida en que está determinado qué es lícito o no lo es en el trance de ganarle por la mano al rival.
El otro gran hallazgo de la democracia consiste en establecer una conexión entre la lucha de los partidos, y los programas de gobierno. En un mundo ideal, en un mundo idílico, el público democrático se compondría de individuos que, tras informarse adecuadamente, estudian serenamente los programas electorales y se pronuncian por el que les parece mejor. El mundo real, por desgracia, dista leguas de este mundo ideal. En el mundo real, nadie se toma demasiado en serio los programas, que los partidos tampoco elaboran con una regla de cálculo en la mano. Se vota, en fin, un poco a bulto. En el mejor de los casos, a la luz de datos imperfectamente transmitidos por medios de comunicación afectados de intereses, sesgos, y manías varias. Resultaría absurdo afirmar, no obstante, que el ciudadano vota como quien echa una moneda al aire. Existe una orientación partidaria, y suelen existir líderes de los que, como mínimo, no se esperan ciertas cosas. Por todo ello, la lucha partidaria genera información. Los políticos no se embisten a testarazos sino con argumentos, y estos argumentos facilitan pistas sobre lo que harán si logran auparse a las alturas. Esta reflexión, sumada a la anterior, nos depara una definición de urgencia de lo que es una democracia en estado de forma aceptable: en las democracias bien conducidas, los políticos pelean dentro de marcos estables y convierten sus estrategias de toma del poder en información útil al ciudadano. De aquí a las ambiciosas fórmulas de autogobierno que propugnan los adalides del republicanismo, media un abismo. Pero esto es lo que hay. Y lo que hay es mucho mejor que nada, y tal vez mejor que las construcciones de laboratorio que los decepcionados por la democracia realmente existente se entretienen en proponer desde la atalaya de la filosofía especulativa.
Dicho lo dicho, resulta fácil hacerse cargo de por qué la democracia ha dejado de funcionar bien en España. El origen del fenómeno viene de lejos -recuérdese el dóberman que la propaganda socialista incluyó en la campaña del 93; recuérdese el uso oportunista del caso Gal por el PP, y el pasmoso escapismo de González por esas mismas fechas; y recuérdese, por ir a desarrollos más recientes, el desastroso comportamiento de los dos partidos en el pasillo de tiempo que comunica el 11-M con el sufragio del día 14-. El proceso arranca, repito, de lejos. Pero se ha acelerado gigantescamente a impulsos de un factor añadido: la idea de Zapatero de mudar la Constitución eludiendo los mecanismos ortodoxos, los cuales exigen una mayoría sólo asequible mediante un acuerdo con la oposición. La iniciativa de Zapatero, además de gravísima, ha sido transparente. El Pacto del Tinell consagró el intento de expulsar a la derecha del espacio civil; y la broma de la recuperación de la memoria histórica añadió, a la exclusión de facto, el vejamen moral. Tengo amigos que, luego de criticar los excesos del presidente, añaden que el PP es intratable en vista de que sigue alojando a dos o tres figuras que tendrían que haber pasado a un segundo plano o a la vida privada por motivos urgentes de decoro público. Concuerdo con ellos en que la permanencia de esas personas es profundamente infeliz. Yo incluiría otros pasivos en el balance del PP, empezando por el hecho de que no tiene una noción precisa de lo que planea hacer, si es que se le presenta la oportunidad de hacer algo. Ahora bien, hay que tener claro el orden de magnitudes. Las patologías o disparates del PP se sitúan, todavía -vaya usted a saber lo que ocurrirá en un futuro- en el plano de la política ordinaria. Zapatero, sin embargo, ha ido mucho más allá. Ha convertido la política ordinaria, en extraordinaria.
Esto es, ha convertido en mercancía negociable el propio contexto de la política. Resucitó el Estatuto catalán, que probablemente es inconstitucional y que en todo caso es inviable, para salir del atolladero en el que atolondradamente había metido el pie. Y ahora prepara grandes cosas con el fin de no perder todas las plumas en el laberinto del llamado «proceso de paz». De momento, ha causado un daño enorme al Parlamento y a otros sistemas de control esenciales, como el Tribunal Constitucional. Y se registrarán, me temo, nuevas bajas ilustres durante el año que nos separa de las elecciones. Componiendo vectores, nos encontramos con que la democracia ha empezado a cojear de sus dos pies. La pugna partidaria no se circunscribe ya al espacio que dibuja la ley, puesto que es la propia ley la que está en el alero. Y por supuesto, los partidos han dejado de decir nada interesante sobre las cuestiones que más afectan a la vida material de los españoles: educación, economía, o I+D. Es imposible tomarse en serio estas cosas, cuando está pendiente la cosa de la que dependen las restantes cosas. Quiero decir, el tipo de país en que vamos a vivir.
Recupero la fórmula que usé hace un rato: cuando sólo se habla del Apocalipsis, la política deja de suministrar información útil. A lo tonto, y como quien no quiere la cosa, hemos concluido por colocarnos en una situación muy delicada.
ÁLVARO DELGADO-GAL

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