martes, marzo 18, 2008

Carlos Herrera, Y Carilda Oliver no estaba en casa...

martes 18 de marzo de 2008
Y Carilda Oliver no estaba en casa…

N resistí la tentación de parar en Calzada de Tirry, 81, a mi paso por Matanzas, pero a mi llamada con los nudillos en el viejo portalón no contestó nadie. Carilda Oliver Labra, mi poeta de cámara, no estaba. «Profunda como metales, dura como el altiplano de su poesía», que dijo de ella Gabriela Mistral, no estaba. No estaba la poeta que deslumbró a primeros de los cincuenta, la hacedora de poesía erótica, filosófica, elegiaca, sensual, neorromántica, la mujer que mejor representa la simbiosis entre recursos expresivos vanguardistas y la poesía coloquial, la autora de un soneto conocido casi de memoria por aficionados y espectadores, aquel que es sabido desde su primer verso: «Me desordeno, amor, me desordeno».

Me hubiera rendido a sus pies y le hubiera preguntado por Serafina Núñez, por la Chacón Nardi, por Nancy Morejón (de una generación posterior), por Dulce María Loynaz, poetas todas hacedoras de un tiempo inigualable. Las llamo ‘poetas’ y no ‘poetisas’ porque lo segundo me suena a lirismo de ama de casa, a emoción domesticada, con todo el respeto debido al lirismo de ama de casa. Ellas, con Fina García Marruz, con Cleva Solís, elevaron el lenguaje algo caduco y la «sentimentalidad petrificada» con la que se construía el habla poética del periodo romántico y, además, se rebelaron ante el patrón de «clásico femenino» con el que querían reducirlas los señoritos de la literatura, los que creían que el espacio creativo de la mujer debía moverse por los diarios o las epístolas. Ellas fueron, en realidad, las dignas seguidoras de la primera cubana en luchar a brazo partido por no ser un elemento decorativo de las letras destinado a agradar a las visitas: Gertrudis Gómez de Avellaneda. Lo que va de Gertrudis hasta Carilda, que ya he dicho que no estaba en Matanzas cuando fui a llamar a su puerta, personifica el milagro de la isla más literaria del universo: en un espacio de once millones de personas surgen tantos nombres de poderosos creadores como en un continente entero.

Dulce María Loynaz se hizo bruscamente célebre en el habla hispana a raíz del premio Cervantes de 1992, pero en la isla siempre fue la referencia que adelantó Juan Ramón Jiménez poco después de leerla en los años 40: posmoderna, intelectual, rebelde, aguda, lírica, se la ha situado en la cima. Sin embargo, algo me inclina a Carilda, tal vez el esplendor de sus imágenes, la penetración racional y apasionada de la realidad, no sé.
«Te mando ahora a que lo olvides todo
aquel seno de nata y de ternura
aquel seno empinándose de un modo
que te pudo servir de tierra dura;
aquel muslo obediente, pero fiero
que venía de sierpes milenarias;
aquel muslo de carne y de me muero
convocado en las tardes solitarias;
aquel gesto al echarme en la locura
aquel viaje al amor de mi cintura
aquel gusto en la piel a lirio extraño;
aquel nombre pequeño bajo el nombre
aquel pecado de volverte un hombre
en el vicio feliz de hacerme daño.»
Tal vez sea que me conmueve la tozudez brillante del sonetista. Quizá el no haber padecido el complejo de seguir aficionada a la rima, aunque la haya combinado con el verso libre, último refugio de muchos mediocres apresurados. Quizá también el no haber escupido en los arriates del patio cuando alguien quiso considerarla continuadora de algún aspecto poético de José Ángel Buesa, vendedor masivo de libros –grave pecado–, al que muchos críticos calificaron de «populista» por haber encontrado una fórmula rítmica que hacía «agradables» sus poemas de amor. Carilda no se dejó tentar por el camino más sensiblero de Buesa, por la poesía sin serias complejidades formales, que la hubo, pero sí admitió indudable ascendiente en su tramo más juvenil. Me hubiera gustado hablar con ella de estas cosas, pero no sé si he dicho que no estaba, que no la encontré en Calzada de Tirry, 81, dirección que, a la vez, se ha hecho ya título de libro.
Matanzas («Todo te debo, Matanzas
la Biblioteca, el Estero
tener alma y no dinero...
Te debo las esperanzas.
A mi pecho te abalanzas
con una pasión tan fuerte
que no basta con saberte
en mi sangre detenida:
ya que te debo la vida
te quiero deber la muerte») me volverá a ver pasar con un par de rimas al hombro en busca de la mujer que, efectivamente, me desordena.

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