viernes, marzo 28, 2008

Miguel Martinez, Inconvenientes de la Semana Santa laica (II)

viernes 28 de marzo de 2008
Inconvenientes de la Semana Santa laica (II)
Miguel Martínez
N O les descubro nada a mis queridos reincidentes si les digo que el ser humano es el único que tropieza dos veces –e incluso más- en la misma piedra. Así, aquellos de mis queridos lectores con al menos un año de antigüedad en estas páginas habrán llegado a la conclusión, al ver el título de esta columna, de que un servidor ha sido -a su vez- reincidente en la concurrida afición que tenemos los mortales de despilfarrar unos días, que bien pudieran servir de descanso aprovechando lo confortables que resultan las ciudades en épocas vacacionales, sometiéndonos a estreses, timos, caravanas y otro tipo de inconvenientes, siempre vinculados al período vacacional de Pascua. Para los que no leyeran el artículo del año anterior por estas fechas, voy a resumirles, grosso modo, que quien les escribe decidió entonces, a última hora, una excursioncita en moto de un par de días a Carcassonne y que, haciendo caso a un carcasonés –o como sea que se llamen los nacidos allí-, no reservó hotel, lo que supuso tener que pegarse más de 800 kilómetros del tirón –ida y vuelta- con el aliciente añadido de tener a la parienta -durante varios días- haciendo leña del árbol caído, repitiéndole lo de “te lo dije… mira que salir sin reserva…”, amén de otros cuantos inconvenientes y despropósitos que acontecieron a este columnista y que pueden consultar tecleando el nombre de este artículo –sin el II- en Google, o bien –mucho más fácil- seguir leyendo los títulos de los artículos que aparecen al final de esta misma página y buscar el correspondiente a la edición 267. Si se han tomado la molestia de leer –o releer, en el caso de reincidentes irredentos- aquel artículo, comprenderán que un servidor se dijera entonces que se habían acabado las salidas pascuales para los restos, y que, en lo sucesivo, la Semana Santa se convertiría en época de relax en la que aprovechar para levantarse a las tantas, sacar a pasear al perro sin mirar el reloj, leer mucho, darse el lujazo de ir en coche al centro y aparcar sin dificultades en las proximidades de cualquier restaurante, y todo ese tipo de actividades que uno no hace –porque no puede- habitualmente durante el resto del año. Pero la desdicha y el dislate se disipan con el paso del tiempo, y la memoria se encarga de ocultar en lo más recóndito de nuestras meninges los malos tragos, de manera que, al cabo de un año, uno se dice que no siempre va a resultar la cosa mal y que, enmendando errores pasados, bien se puede salir de Semana Santa como todo el mundo, sin más sinsabores que los habituales y generalmente aceptados. Craso error. Y es que ya debiera mosquearle a uno –cuando no directamente rebelarle- el hecho de que un hotel triplique su precio en esos días. Se mire como se mire, es un chantaje al que nos dejamos someter todos los que sucumbimos a los caprichos de hoteleros, operadores y demás profesionales del sector. La premisa es fácil. ¿Quieres salir de vacaciones de Semana Santa? Pues pagas lo que yo te pida y, si no, te quedas en casita tan ricamente. No sé qué opinarán ustedes, pero yo entiendo que no es de recibo que una misma habitación triplique su precio con relación a lo que se pagaría por ella la semana antes, o la de después, en aras a las leyes de la oferta y la demanda. Eso sería como si en la panadería cobraran un sobreprecio por comprar la baguette a una hora determinada, pongamos por caso, al salir del trabajo, porque es cuando más gente compra el pan. En cualquier caso, uno perece a la fiebre consumista pascual y, tras pagar el gusto y las ganas -que son carísimas –, reserva una habitación de hotel en el paradisíaco entorno de Millau, en la región del Midi Pyrenees francés, donde podrá disfrutar de las espectaculares vistas del Parque Natural de les Grands Causses, visitar el vecino pueblo de Roquefort donde comprar algún queso –para la familia, que un servidor se lleva a matar con el queso- y contemplar el puente más largo del mundo, el viaducto de Millau, una de las más espectaculares y sobresalientes obras de la ingeniería contemporánea. Como ya sabrán mis queridos reincidentes un servidor es un motero irredento, no obstante lo cual las previsiones meteorológicas desaconsejaban el viaje en moto, a causa de la previsión de lluvias por un tubo y de nieve en cotas bajas -se supone que aún más en cotas altas, como lo son las del Pirineo-. Amanece un día estupendo. Sol a rabiar y ni una sola nube que fastidie ese tapiz celeste que tanto nos gusta a los que no dependemos de la lluvia, como les pasa a los campesinos, para ganarnos el sustento. Maletas al coche y rumbo a la autopista. A pocos kilómetros de la frontera de La Juquera, el tráfico parado. La gente se sale de los coches para ver el motivo de la retención. Algunos privilegiados que viajan en monovolumen –no se les ocurra llamarlas furgonetas porque sus propietarios se cabrean- se suben incluso al techo para otear el horizonte, aunque bajan con cara de haber averiguado poco: “pues no se ve ningún accidente, esto va a ser retención pura y dura”, nos instruyen a los que viajamos en vulgar turismo y no disponemos de atalaya desde la que ejercer de vigía. Así, intercalando la primera y la segunda velocidad en el cambio de marchas del vehículo, llegamos a la estación de servicio de La Junquera donde todos, sin excepción, paramos a rellenar de combustible nuestros depósitos, que no en vano el gasoil cuesta en España 10 céntimos menos. Nueva cola en el surtidor durante la cual uno -por entretenerse- calcula que con el combustible que lleva en el depósito, con suerte quizás se ahorre dos o tres euros en la maniobra. Por pura higiene mental, me niego a calcular cuánto gasoil habré consumido en la concurrida cola de la gasolinera. Después de tanta retención se nos trastocan los planes y, muertos de hambre, decidimos quedarnos a comer en el restaurante de la autopista donde pagamos 30 euros por dos platos de paella horrible –si pasan por allí mejor se piden un bocata de tortilla, que, aunque sigue siendo caro, está rico al menos- dos cocacolas y dos cafés. Seguimos con el ánimo intacto, pues, si bien algunas nubes salpican el cielo, el sol luce con ganas y la temperatura es agradable. Por suerte, uno que es previsor, lleva, además del anorak, una cazadorita de entretiempo en el maletero del coche. Además, reanudado el camino, y dentro ya de Francia, el tráfico se torna fluido y se circula de maravilla aunque con leves accesos de sana envidia que siente quien les escribe al ser adelantado por cuadrillas de moteros. Girando hacia el oeste en dirección a Millau, de golpe, empieza a caer un aguacero de órdago. Apenas se ve la carretera y uno se felicita por no haber venido en moto. Se suceden los kilómetros y el aguacero no cesa. Millau a 20 kilómetros. Millau a 10. Mirador del Viaducto de Millau y, sorpresa, desde el mirador del viaducto no es que no se vea el viaducto -que no se ve- es que no se ve ni el pueblo. Eso sí... agua se ve para hacer siete trasvases, por arriba, por abajo, a diestra y a siniestra. Ya en el hotel. El parking, por el que cobran 10 euros diarios, es un cercado sin techo. Se impone la técnica ataráxica consistente en buscar la parte positiva: lo limpito que va a quedar el coche con la que está cayendo. Paseíto para ver el pueblo pese a caer agua a cántaros. Se sorprende uno al ver -desde la ventana de la habitación del hotel- que casi nadie lleva paraguas y que todo el mundo se protege del agua con anoraks de capucha. “¡Qué poco preparados para la lluvia están esta gente, con lo que tiene que llover aquí…!”. Cuando salimos a la calle nos damos cuenta de que el viento huracanado hace prácticamente imposible pasear con paraguas, pues éste, caprichoso, se empeña en voltearse y en arrastrar a su portador contra farolas, buzones, papeleras y demás bienes de titularidad pública. Así no hay quien pasee. Vuelta al hotel a por el coche y a tomar dirección al viaducto, que, desde el pueblo, con la tromba de agua no se ve. Al ir al estacionamiento por el coche comprueba uno con alborozo que otro conductor ha tenido el detalle de dejar parte de su pintura –intercambiándola con la de mi coche- en el angular delantero de mi otrora flamante vehículo, y que esa forma de llover a cántaros dificulta las pesquisas de buscar entre la cincuentena de vehículos del estacionamiento al responsable del intercambio de pinturas merced a un delator rascón. La señorita de recepción, que pese a ser francesa es amable, no sabe/no contesta. Pelillos a la mar, pensamiento ataráxico: “menos mal que no hemos venido en moto”. A ver el viaducto y a transitar por él. Segundo inconveniente. Resulta que el viaducto de Millau no está en Millau como cabría suponer, sino en Aveyron, un pueblo cercano. Precisamente fue construido para evitar que todo el tráfico proveniente de París en dirección a la costa mediterránea pudiese salvar el valle donde se halla Millau y, además, tener que atravesar las angostas calles del pueblo. De manera que, para atravesar el puente, toca desplazarse y subir una carretera llena de curvas y desniveles a bastantes kilómetros de Millau, cosa poco apetecible cuando cae tamaña tormenta. Siguiendo las indicaciones de “Viaduct”, las cuales llevan añadido el icono con la “I” de “Información”, llegamos a un recinto –con el cartelito de cerrado- donde parece ser que proporcionan, cuando está abierto, información sobre el viaducto. En honor a la verdad, hay que reconocer que, a unos 20 ó 30 metros de los pilares del puente, en su base, los pilares sí se veían. Otra cosa era mirar hacia arriba, a unos 300 metros, donde parece ser que andaba el puente. A saber… lo mismo es otra trola -como la tumba de Harry Potter en Israel- para atraer turistas y las fotos del puente que todos hemos visto en Internet no son más que infografías. Otro intento ataráxico: ya que no se ve el puente, vamos y nos acercamos a Roquefort, a poco más de 20 kilómetros, a comprar algún queso. Aviso a navegantes: en Roquefort cierran a las siete de la tarde hasta los bares. Ni Dios en la calle, nadie por ningún lado. Todo cerrado. Eso sí, aunque luchando con el viento, con el frío y a precio de quedar calado hasta los huesos, pude sacarle una foto al cartelito que reza “Roquefort”, a la entrada del pueblo. Pensamiento ataráxico: ya tenemos dos fotos estupendas: una de uno de los pilares de lo que parece ser el Viaducto de Millau y otra del cartelito que indica al viajero que a partir de ese punto se encuentra uno en la legendaria villa de Roquefort. Quien no se conforma es porque no quiere. Total, a las nueve de la noche en el hotel, empapados hasta la médula, muertos de frío y con dos fotos –cualquiera se bajaba del coche para hacer más- en nuestro intrépido haber de trotamundos redomados. Pensamientos ataráxicos varios: 1) En el hotel se está calentito. 2) La habitación no tiene goteras. 3) En la tele se puede ver TVE. 4) El coche va a quedar limpísimo de la muerte. 5) Menos mal que no hemos venido en moto. Amanece el siguiente día con algo más de claridad. ¡Se ve el puente desde el mirador! Una foto, otra foto y, antes de la tercera, el cielo se oscurece de repente. Nuevo aguacero –o quizás fuese el mismo del día anterior que sólo había parado un momentillo para hidratarse- y el viento hace imposible pasear sin quedar hecho una sopa. Coche y para casa. Agua como la de Frank Sinatra cuando lo de I’m singing in the rain, pero sólo hasta llegar a la frontera. Es pasarla y ni una gota. En la radio, y suena a cachondeo, afirman que se dictarán nuevas medidas contra la sequía. Y termino mi artículo casi como lo hiciera el año pasado. En ningún sitio como en casa. Hogar, dulce hogar. A ver si para el año que viene lo tengo en cuenta, y no vuelvo a tropezar –nuevamente- con la misma puñetera piedra.

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